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sábado, 9 de septiembre de 2023

Un verano

Aquel verano del 72 fue especial. Mi padre se acababa de comprar un coche. Un Renault 5 azul de tres puertas, el modelo galo que pretendía sustituir al 600 en la carretera. Era un coche pequeño y de faros cuadrados, con parachoques de plástico. La matrícula era M-números-U, que nosotros, mi hermano y yo, interpretábamos como Madrid-Úbeda, por ser este el pueblo de origen de la familia. Él contaba con tres años y yo con seis, nos explicábamos el mundo con mucha imaginación y lo que hubiese más a mano.

Con ganas de hacer kilómetros, el tío José propuso a mi padre pasar unos días en La Herradura, Granada, que era donde veraneaban los primos franceses, unos parientes que acudían antaño, durante los meses de estío, a Úbeda, a la ida o la vuelta, para descansar y asaltar la despensa.

El tío Juan, que así llamaban a mi abuelo, se pasaba el resto del año juntando perras para darles satisfacción, a costa de que faltasen viandas en la mesa cuando no estaban.

Un año lo invitaron a París en compensación.

- Me llevaron a ver todo lo malo – vino diciendo.

Una foto en blanco y negro inmortalizó el momento en que descendía del avión, nunca viajó más alto, ni más lejos. Pero dejaremos esa historia para otro día.

El viaje al que me refiero sucedió mucho después de aquellas intempestivas visitas, unos 20 años, cuando la nueva generación de franceses había cambiado de gustos culinarios, el pueblo les resultó anticuado o mejoraron las carreteras. Los lazos familiares se resintieron. Mi abuelo no tuvo ocasión de verlo, se lo llevó el tabaco al hospital de El Neveral, Jaén, un lugar del que no se volvía. 

No sé si por ganas de emularlos o por saber cómo andaban, a mi padre y su hermano debió parecerles un buen plan coincidir con los franceses en La Herradura.

Salimos de Madrid muy temprano por la carreta de Andalucía y, después de cruzar La Mancha y Despeñaperros, nos desviamos a Úbeda, para recoger a mi abuela, porque iba a ser un viaje de toda la familia. 

No era muy amiga de los desplazamientos. Entre todos los hijos la convencieron, ella nunca había visto el mar y era su gran oportunidad. Llenó el coche de comida, por precaución, siempre mentaba la guerra. 

En el R5 nos acomodamos mis padres, ella y mis tres hermanos. No recuerdo que existiesen cinturones de seguridad para los pasajeros, pero bien apretados no podíamos ni movernos. En otro coche, un SEAT 850, viajaban mis tíos, mis primos y otros tíos míos, seis también, en condiciones semejantes.

La carretera de entonces, la que unía Granada con la Herradura, no tenía nada que ver con la autovía de la actualidad. Hubo que salvar los puertos más abruptos de la Penibética. Aquellos desfiladeros eran pronunciados como grietas que precipitan al Infierno.

- Esto es peor que Despeñaperros - sentenció mi abuela, que no conocía más geografía. 

Cualquier encina de la cuneta invitaba al reposo y en alguna que otra hicimos parada para reponer fuerzas y liberar líquidos.

Nos paró la Guardia Civil para preguntarnos por qué íbamos tan despacio y mi padre se excusó diciendo que se acababa de sacar el carné, (los novatos no podían pasar de 80 y era obligatoria la señal).  Aquel tropiezo angustió a mi abuela y creo que esa noche no pegó ojo.

Después de interminables curvas, aliadas del vómito, nos vimos en La Herradura. El pueblo se ajustaba a una pronunciada rambla que lo dividía en dos y remataba en una playa sembrada de chinas gordas y negras; el mar lejos.

En una casa nos dieron alojamiento, dos cuartos. Cerca había un caserón que servía de cine, y allí veríamos entre otras la de Billy el Niño. Al final de la calle un hombre vendía higos chumbos y en un tenderete se podían comprar tebeos muy atrasados, pero a color, de El Guerrero del Antifaz. No muy lejos estaba el camping donde se concentraban las roulottes de los extranjeros, y también las de los primos, que no tardamos en localizar. Así tuvimos ocasión mis hermanos y yo, por primera y última vez, de conocer a la nueva generación de franceses, los que más o menos tenían nuestra misma edad y no entendían el castellano, pero con los que nos reímos bastante y cantamos el Frere Jacques a una, que se aprendía en el cole.

Tomamos la costumbre de acudir a desayunar y comer al bar del camping, siempre lleno. Las moscas competían con los comensales por los platos. Muchas terminaban nadando en las lentejas. Un día parió la perra de los dueños y le dejaron un sitio entre las sillas para que amamantase a los cachorros.

La bahía de La Herradura resultaba yerma, por las atezadas chinas y los montes de piedra desnuda que la amparaban, y peligrosa porque a poco que te alejases de la costa la resaca te arrastraba. Mi hermano no se ahogó de milagro.

Además, los coches circulaban con toda impunidad por la playa. Un día una inglesa al volante del suyo dio un topetazo a mi primo Juandi, que se cruzó de improviso. Por suerte los niños de entonces éramos duros y todo quedó en un susto, para la conductora.

Indagando por los alrededores mi tío José dio con una playa escondida y nos llevó una tarde. Hoy la frecuentan nudistas.

Los primos franceses practicaban submarinismo y se vestían de hombre rana. Pescaban pulpos y algún erizo a ellos. De aquel encuentro conseguimos un chaleco salvavidas color amarillo en el que embutieron a mi hermano.

Sentados en la orilla, entre ola y ola, nos mojaba el culete el agua fresquita y mi abuela nos daba a beber Mirinda en un vasito de cristal.

- Una rueda para cada uno – decía, porque aquellas botellas de litro tenían un diseño semejante al cuerpo de Michelín.

Una mañana acabó todo. Tomamos los bártulos, subimos a los coches y allí dejamos un puñado inolvidable de irrepetibles recuerdos.



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