Fue con motivo del Primer Encuentro sobre el comic en Jaén. Noviembre 25 del 2000. No me alargaré en darte detalles de todo lo que aconteció aquel fin de semana porque no es el propósito de este escrito, sino de contar una anécdota que sucedió durante el desarrollo de las actividades del programa.
Resulta que el amigo José Antonio
Ortega terminó de dar una conferencia en el Salón Mudéjar del Palacio del Condestable
Iranzo, frente a un público atento al dato y el documento. La ponencia versó
sobre el asunto de la libertad de expresión en el cómic; más bien de los problemas
de éste con aquella. Al terminar su perorata nos juntamos en la misma puerta para
intercambiar impresiones y coincidimos bajo el dintel con nuestro común amigo
Bernardino Contreras, que acudió con su novia. Estábamos charla que te charla cuando
nos dimos cuenta de que una pareja de mujer y hombre muy sonriente se nos había
acercado y nos prestaba mucha atención. No le dimos mayor importancia porque
pensamos que se trataba de aficionados que acudían a sumarse al debate. Pero
indudablemente, por su presencia, el tema y tono de la discusión perdió fuelle.
Bastaron unas palabras para comprobar que los visitantes no tenían ni idea de
lo que hablábamos, cosa que no nos molestó, por educación y porque nos parecieron
simpáticos. Ante tal perspectiva, la conversación no fue muy lejos, sino que
terminó más pronto que tarde y, a la hora de las despedidas, que fueron
efusivas para nuestra sorpresa, hubo besos e intercambio de apretones de mano,
con tan mala fortuna de que en mitad del adiós hizo acto de presencia un enorme
botón color negro, como por arte de magia, que se permitió el lujo de subir y volver a bajar como moneda en campo de futbol. Se agacharon el
fulano y Bernardino por la pieza y de ahí surgió un tira y afloja de si es tuyo
o mío, que remató en que era propiedad del desconocido, que se lo guardo en un
bolsillo no porque en realidad lo fuese sino para salir del enredo y evitar el
ridículo sin perder la sonrisa.
Hombre y mujer se fueron como
vinieron, con dientes de dentífrico, y allí nos quedamos tan confundidos como
al principio.
He aquí que alguien se nos acercó, no
recuerdo quien, para preguntarnos:
- ¿Qué se cuenta el alcalde?
Porque era Miguel Sánchez de Alcázar
el tertuliano que, naturalmente, no conocíamos por no ser naturales y
residentes en el municipio del que era alcalde.
En estas que Bernardino se palpa la
manga de la gabardina.
- ¡Que el botón era mío! – exclamó y salió
sin pensarlo tras el susodicho, dejándonos con la palabra en la boca.
Si dio o no con el alcalde y recuperó
el botón no puedo afirmarlo. Surgieron otras cosas y no me acordé de preguntarle
después, tampoco he tenido muchas oportunidades para sacar el tema, porque ni
en Florencia hemos coincidido. Igual el aludido me saca de esta angustia,
porque en muchas ocasiones me he peguntado qué haría el primer concejal con tan
singular fetiche y me he perdido más de una siesta.
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