De las muchas y muy jugosas anécdotas que pudiera contar de la mili, y que conste que no quiero castigarte con ellas, querido lector, recuerdo con cierto placer la de la guardia Vacar que era una que se hacía en el polvorín del mismo nombre, jodida y larga como ninguna.
De los cuarteles del Córdoba X o La Reina salían los retenes con los refuerzos oportunos para cumplirla. En el Muriano había garitas por todas partes y todo recluta que marcó el paso allí hizo noche más de una vez y se meó en alguna de ellas, al abrigo de una manta de lana y un cetme, pero no necesariamente en la de El Vacar. La guardia de El Vacar era una que podía tocarte una vez en toda la mili, y con suerte ninguna. Muchos respiraban con satisfacción cuando el cabo furrier terminaba de anunciar los servicios del día siguiente y no la había mentado.
Circulaban muchas leyendas sobre aquella guardia, la mayoría relativas al frío, la soledad y el suicidio, la posibilidad de perderse en el monte o sufrir el asalto de alguna alimaña que emergiese de la oscuridad.
- Si te toca El Vacar, que no sea la de las garitas separadas.
- ¿Por qué?
- Porque en plena noche tendrás que ir andando de una a otra, tú solo y expuesto a que te ataque un jabalí. Más de uno ha matado de un tiro un marrano para defenderse.
Aquella perspectiva desarmaba al más patriótico. Para colmo, si tocaba era durante el fin de semana, cuando el resto de la compañía se ponía los vaqueros y salía de permiso.
- ¡Qué la peles de gordo! – te decían, mientras tú subías al camión, los que se volvían civiles por unas horas.
Pero no es cuestión de alargarse en detalles, el caso es que esta guardia a la que me refiero no fue tan bequeriana como las descritas sino más bien aburrida, como todas, salvo por el dato de que efectivamente apareció un cerdo en el puesto de guardia, probablemente a hacerse con parte del rancho, que nunca era de nuestro agrado. (Otro día hablaré de las cocinas).
No cundió el pánico porque no era más que un jabato y a más de uno le hizo gracia el bicho por el parecido que tenía con un sargento de transmisiones que nos hacía la vida imposible. Los hubo que le saludaron de forma marcial llevándose la mano a la visera con veloz vaivén. Hasta lo bautizaron. Y no terminó de mascota porque no éramos legionarios, pero propósito hubo entre risas de llevarlo de vuelta al cuartel en una mochila.
Se puso el retén en marcha y el cerdo detrás. El animalito tomó confianza. En esto que el sargento de turno hizo el reparto y dejó a cuatro en un refugio a la espera del cambio. Vino la noche y encendieron lumbre. El guarro se acomodó a la canícula de la hoguera.
Ya se sabe que las esperas se hacen largas, en la mili más. El Diablo, que no descansa, sacó de entre los reunidos a uno y lo hizo hablar.
- Mi cabo, ¿por qué no nos comemos al cerdo?
- ¿Qué dices chalao?
- Yo soy matarife en mi pueblo. Si me lo sujetan lo sacrifico.
Entre que sí y que no cuajó la propuesta y se arremangaron. Sobraban todos los correajes. Era muy escurridizo el animal, creo que olfateó el percal. En el tira y afloja estuvieron a punto de chamuscarse. El carnicero hizo honor a su currículo y cortó las orejas y el rabo esa tarde, ya era noche. El jabato terminó entre las brasas cuyo arrimo había buscado.
Esa noche hubo asado para todo el retén. Hasta el sargento, que se quedó a cuadros al ver el cuadro, cató la carne.
- Ni una palabra al teniente – dijo, llevándose un taco a la boca.
Allí sacó Montilla una botellita de su tierra, que traía disimulada en el macuto.
Fue uno de esos grandes momentos de singular hermandad que sólo se viven en la mili.
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