Tienen los primeros días de curso un carácter frenético nada saludable, que aúna el hecho de que se traen las pilas cargadas y la creencia, o fe, de que van a faltar días para ver todo el temario, cosa que, por otra parte, es inevitable. Y ahí tienes a todas esas criaturas remirando horarios porque se encuentran perdidos o les han fastidiado la recogida de los críos, comprobando listas con la ilusión de que no se haya matriculado aquel que quitaba el sueño, desempolvando o retocando apuntes y advirtiendo que el libro de la edición anterior siempre fue mejor que el nuevo, borrando el viejo classroom y abriendo otro, al tiempo que se llena de cosas inútiles la mochila o el bolso. Armándose de tizas o rotuladores, botellas de agua, manzanas o café, se entra en las aulas que huelen a pintura y se avisa al personal matriculado sobre las consecuencias del uso de móviles, faltas y exámenes. Se pasa lista, se comprueban ausencias, se recogen exiliados y se expulsa a intrusos. Se intercambian saludos si hay conocidos y amenazas si acude gente nunca antes vista. Son días fugaces y confusos, en los que el mundo parece acabarse y en realidad empieza. Suena el timbre, corren a otra aula, salen al patio. Ya se habla del fin de semana, puentes y vacaciones. Ánimo que queda menos. Para este viaje no hacían falta tantas alforjas. Los cursos se van como la vida.
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