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martes, 2 de mayo de 2023

El Robosapien

Hará la friolera de 20 años. Poco más o menos, no voy a entrar en más detalles ahora, año arriba o abajo, porque lo que importa es la anécdota que quería contar, la que sigue. Por aquel entonces, para reyes, sacaron al mercado el Robosapien que era un robot con aspecto de astronauta, muy galáctico, pero andares de gorila o luchador de sumo, por la torpeza que demostraba cada vez que daba un paso, a modo de balanceo como si fuese pisando huevos. Se trataba de un muñeco de envergadura, de anchos hombros y pequeña cabeza, tipo jugador de rugby; de piernas cortas, pero fuertes, y enormes pies. Inexpresivo, como buen autómata teledirigido, y caracterizado con ojitos diminutos de color rojo tinto a lo HAL. Su carcasa combinaba el blanco y negro, y unos cables conectaban brazos y antebrazos. Entre otras gracias, sin previo aviso, soltaba ocasionales regüeldos electrónicos. El androide doméstico en cuestión se manejaba con un mando inalámbrico, de muchos botones, y podías hacerle ejecutar varias funciones, como coger un objeto con sus manos de pinza y traértelo. Giraba a un lado, lo hacía al otro, subía y bajaba los brazos, hacía amago de saltar. Si te aburrías podías ordenarle bailar. O hacerle caer, para que tuviese que levantarse, no le importaba y por difícil que pareciese siempre lo conseguía. Este era el juguete en cuestión del que pensaba hablar, el que por arte de magia echaron los reyes a mi hermano cuando ya pasaba la treintena, y que, evidentemente, no correspondía a ninguna de las listas de las cartas que mis sobrinas enviaron a los magos. En pocas palabras: toda una sorpresa.

El caso es que, después de hacer que el Robosapien obedeciese todas las órdenes prescritas y otras trampas que se le pusieron, no contento con ello, o con ganas de compartir la experiencia, tuvo la feliz ocurrencia, hablo de mi hermano, de llevarle el Robosapien a mi padre para que lo viese en acción. Total, que acudió a la casa familiar con su nuevo amigo y se lo mostró al progenitor común que tenemos, que no celebró precisamente la exhibición cuando tuvo oportunidad de verla y puso, después de la de perplejidad, esa expresión paciente pero llena de resentimiento que usa ante el desencanto.

- No le he dado dos guantazos por vergüenza – me confesó cuando me dio cuenta de lo acaecido días después.

Yo creo que el fallo estuvo en no dejarle el mando un rato.

Para concluir, y no alargar el cuento, el Robosapien, después de numerosas peripecias, terminó de adorno en una mesita del cuarto de invitados de casa de mis padres, donde acostumbro a echar la siesta cuando voy de visita. Este ha sido su digno exilio una vez que fue desahuciado del hogar donde lo depositaron los magos de oriente, pasadas las fiebres que produce la novedad.

He de confesar que más de una vez he querido ponerlo a bailar, pero no encuentro el mando. No sé si es que se ha perdido o mi padre lo guarda entre sus cosas por alguna razón inconfesable. Tampoco me atrevo a preguntarle a éste, por si saca a colación el color de los pelos de mis partes blandas.



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