En ocasiones te encuentras con
gente que te conoce, o que te conoció, con la que compartiste horas, le dedicaste
tiempo y, a veces, te robó sueño, pero que no recuerdas. Y no fue por unos
dibujos ni por unos escritos, ni por el montaje de una exposición, ni siquiera
por la tertulia de una mañana en la terraza de un bar, sino porque le diste la
brasa con apuntes, mapas y amenazas en un aula. Son cosas que, siempre, pasaron
hace una eternidad y de cuando en cuando te devuelve el mar de la vida en una
ola que te salpica y te deja empapado. Viene entonces un ejercicio de memoria,
en el que buceas y buceas a ver si vislumbras en las profundidades del recuerdo
el retrato de la persona que te habla. Pero sin éxito la mayoría de las veces. La
excusa viene a ser siempre la misma: han sido muchas caras después de tantos
años. Además, pero eso no lo dices, su cara era otra, por lo que el ejercicio
es más complejo. En cierto modo, al que te interpela le sucede lo mismo, el
recuerdo es vago y arriesga cuando pregunta si eres aquel. Al final, tras
evocar jirones de pasadas vivencias, la despedida es siempre cordial, pero en
el alma queda un amargo vacío.
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