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martes, 16 de mayo de 2023

El amigo Anguiano

Conocí a José Antonio Ortega en la penumbra de la tienda de Totem, la de El Gordo, una especie de cueva oriental o gruta de la calavera, la de la esquina que daba al arco de acceso a la plaza de La corredera, (lo digo para los que no tuvieron la suerte de comprar en ella, con mejor o peor resultado, pero sin duda con muchas anécdotas que contar después).

Nos presentó el dependiente, Ito, un individuo pequeño, despistado a veces, amante de la música rock, que se pintaba los ojos y vi por última vez vendiendo gafas de sol en la calle Gondomar.

- A estos chavales también le gustan los comics -, dijo.

Motivo por el cual iniciamos una conversación sobre el tema en cuestión, autores y gustos.

No recuerdo con exactitud si en aquella primera ocasión nos reunimos sólo Ortega, José María Domínguez y yo, o también se sumó Róper, Rafael Augusto en el DNI. Los tres estábamos detrás de la revista o periódico del López Neyra, con dibujos y reportajes. Es posible que Róper no estuviese allí ese día, pero sí lo hizo en lo sucesivo.

Rápidamente nos entendimos. Nos unía una afición común. Hasta tal punto que no tardamos en reunirnos esa misma tarde en casa de Ortega. Y no sería la única sino la primera de innumerables que improvisamos para charlar de cómics.

Una ilustración, repleta de personajes del comic, que tenía en la pared del salón de su casa, me dio la pista para reconocerlo como uno de los que, apenas un año antes, participó en la presentación de la revista sevillana Orbis Tertius, la que se hizo en la Posada del Potro. 

De José Antonio me sorprendió su conocimiento de revistas y autores, pero también su cultura. No era el tipo de persona amante de la historieta con la que solía haber tratado anteriormente. José Antonio era una persona leída, amante del cine y de la música. Era un apasionado de la obra de Rover Graves, (Yo Claudio), o de la de Evelyn Waugh, y de musicales como My Fair Lady o Chitty Chitty Bang Bang. Creo recordar que no le faltaba un disco de los Beatles y conocía al dedillo a muchas de las bandas que fueron punteras en los 60.

Otra cosa que me llamó mucho la atención de él fue su hospitalidad y su generosidad. Nos llevó a su casa y no sólo nos enseñó su extraordinaria colección de cómics, aposentada en una estantería construida por él mismo para acogerla, sino que además nos ofreció disponer libremente de alguno de aquellos tesoros para leerlos, con un desinterés total, oferta que nos fue muy difícil rechazar.

Así tuve ocasión de tener en las manos revistas míticas como Linus o Trocha, que sólo conocía por referencias, y estaban repletas de sesudos análisis y entrevistas, o álbumes tan apasionantes como lo eran los de El teniente Blueberry o El visir Iznogud. En esa primera entrevista creo recordar que me prestó los tres de Chihuahua Pearl de Gir/Moebius. No tardamos en repetir el cónclave.

Me vienen muchas veces a la memoria, con especial nostalgia, las numerosas tertulias que organizamos en su casa, entre comics, cubatas y humo, charlando y comentado, bromeando, haciendo planes…

Del mismo modo que José Antonio era así de desprendido, igual de paciente o más lo fue su mujer con nosotros, Rosa. 

 

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