Fue un día de esos que te pierdes por el Albaicín de Granada, sin saber a ciencia cierta dónde te van a conducir los pies. Tú te fijas en la luz del sol e intentas deducir por las sombras si caminas en dirección al norte o el sur, pero no lo consigues y te pierdes por completo hasta que la casualidad te rescata y en un quiebro asomas a una calle con mucho tráfico.
Cargaba yo con un libro por aquellos laberintos, uno de Cernuda o Rosales, no podría afirmarlo con precisión a estas alturas, aunque era Luis de nombre, que había pescado en una tienda de ocasión, que por llevarlo al descubierto y bajo el sobaco me daba el aspecto de intelectual - a lo que también ayuda la gorra y una bufanda vieja que calzo -, y buscaba el sitio donde sentarme a hojearlo, ajeno al guion de la aventura que se me avecinaba.
A la vuelta de un recodo, tan blanco como otro cualquiera, tropecé con un fulano muy tieso que me salió al paso y me escrutó de hito en hito. Tenía melena camarona sobre los hombros, gruesos labios de besugo y barba de tres días. Fino y membrudo, escondía las manos a la espalda.
- ¿Qué buscas? – me preguntó de sopetón.
Y yo le contesté que nada, que estaba paseando.
- ¿No quieres chocolate?
Resoplé aliviado, pero sin salir de la incertidumbre y atajé diciéndole que no estaba allí por eso.
- Yo vengo por lo del meñique – repuse, con la vana esperanza en que conociese la romería, pues eran las fechas, y con la intención de darle el esquinazo y pronto.
Aprecié en su rostro un destello de malicia que no interpreté como debiera, y por eso respiré antes de tiempo.
- No te vayas – dijo, y en un momento se perdió en una puerta anexa.
A punto estuve de extraviarme yo también por donde había venido, pero no tuve tiempo de hacerlo pues acudió al instante.
- Ahí lo tienes – expuso, alargándome un mugriento sobre doblado por la mitad.
- ¿El qué?
- Ábrelo -ordenó, mirando de un lado a otro.
Obedecí y en vez de carta me encontré con un hueso, una falange. No entendía nada de aquello.
- Es del poeta, por mi madre – juró llevándose los dedos a la boca para besarlos.
- ¿Del poeta?
- Sí, maldita sea mi casta, del Lorca ese. Pero que no se entere nadie – anunció bajando la voz.
Mudé de color la cara y quedé perplejo. Con el hueso entre los dedos no sabía qué hacer con él.
- ¿De dónde has sacado esto? – pregunte.
- Chist. ¿Es que quieres buscarme un lío? Son quinientos.
- ¿Cómo? – respondí con sorpresa –. Yo no tengo tanto.
Se puso el tío muy feo de sofocado y nervioso, y empezó a amenazarme con sacarme los higadillos con una punta que escondía en la manga, y asomó un instante, por lo que dejamos el trato en cincuenta, que era lo que llevaba encima, amén de unos céntimos.
Cogió el parné y le perdí la pista.
Desde entonces conservo la reliquia en casa. Muchas veces he pensado en cómo deshacerme de ella. Tirarla a la basura o dársela al perro. Pero me resisto a creer que sea falsa. Pudiera ser verdadera. ¿Y si lo anuncio en el Tiktok? Temo que pueda meterme en un lío. A título anónimo he decidido mandársela al Gibson, con pelos y señales del notas que me la agenció, por si lo busca, indaga y le saca alguna información valiosa. Pero no acabo de decidirme. La tengo sobre el piano por si me sobreviene la inspiración.
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