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jueves, 15 de febrero de 2024

San Juan, el Limosnero

Un comerciante, por precaución, para asegurar la vida de su propio hijo y los productos que pensaba trasladar al puerto de Constantinopla, y evitar que terminasen ambos en el fondo del mar, puso a disposición de san Juan el Limosnero, santo como no había otro entonces, tres kilos de oro, para que los gastase en obras de caridad y lo que estimase oportuno a cambio de un viaje sin contratiempos. Convencido de que el negocio sería un éxito no pudo soportar que sucediese lo contrario, que el barco naufragase y su hijo muriese ahogado apenas abandonó el puerto de Alejandría. Indignado por la incapacidad del santo, fuese a donde éste tenía asiento y se le encaró afeándole su gestión y exigiéndole responsabilidad por el desastre. El santo, sin perder la compostura, afirmó que había cumplido su palabra y no pensaba devolver el oro. Quedó perplejo el comerciante y le preguntó que cómo era aquello. San Juan le respondió que había visto en sueños que su hijo iba a vender toda la mercancía en Tarso y con las ganancias huir a Persia, para darse una vida de lujo y libertinaje entre los adoradores de Mitra, por lo que había rogado a Dios por su salvación eterna y éste lo había acogido en su seno antes de que pecase. Mudó el rostro del comerciante que se vio así, sin hijo, barco y oro. Y no tuvo otra que agradecer el milagro y retirarse a la Tebaida, a vivir de ermitaño y comer saltamontes. San Juan siguió de patriarca en Alejandría, hasta que un día invadieron la ciudad los persas y no le quedó más remedio que escapar con lo puesto y refugiarse en Chipre. El caso es que a final el oro se gastó en Persia.


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