Siempre he tenido por costumbre comerme las manzanas hasta el rabo, a riesgo de soportar el chiste fácil de mi amigo Alberto, es decir, con piel y semillas, sin desperdiciar más que la etiqueta, por tener pegamentos de origen químico incierto. Hay gente que me conoce bien y se preocupa por mi salud empeñada en que no lo haga, porque las semillas de la fruta del Paraíso, (si es que no fue un higo), poseen arsénico, me repiten cada vez que me ven con una en la mano en intención de hincarle el diente. No comprenden estas almas bienintencionadas que imbuido como estoy de lecturas clásicas la mención del veneno me trae a la memoria el método de Mitrídates, el rey del Ponto, para sobrevivir a las conjuras contra su persona, tras las cuales estaba Roma. Nos cuentan los autores antiguos en las fuentes escritas que el mentado monarca tomaba a diario pequeñas cantidades de arsénico para inmunizarse de posibles envenenamientos, y llegó un momento en que su organismo toleraba más cantidad de arsénico de lo que para cualquier ser humano hubiese significado la muerte; y para sus enemigos tal efecto significaba la inmortalidad de su peor pesadilla. Al final a Roma no le quedó más remedio que recurrir a la traición, lo que mejor entendía, para acabar con lo que significaba su figura para la supervivencia de la República.
Por supuesto que no soy Mitrídates, pero en ocasiones me disfrazo del mismo.
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