Lo llamábamos Búster y era un perro con cuerpo de tonel y una cabeza muy grande, aunque con unas patas muy cortas. Su raza era indefinida, tampoco tenía dueño, pero era un buen compañero. Búster se unía a nosotros siempre que pisábamos la calle, sin que nadie lo invitase y sin que nos preocupase de donde hubiese venido. Se sumaba a nuestra marcha y se confundía con nuestras piernas, atendía a nuestras conversaciones y se acomodaba a nuestros pies si nos sentábamos. Si mirabas con atención a Búster advertías su fealdad, la suciedad que lo embadurnaba, los parásitos que viajaban en su cuerpo igual que si fuese un autobús, pero también su tranquilidad, la confianza que depositaba en nosotros, el convencimiento de que se había ganado nuestra amistad y jamás lo desahuciaríamos de nuestro lado. Búster era un incondicional del grupo. Una tarde podía no bajar a jugar Fulanito o Menganito, pero Búster estaba siempre en la calle, con su entrañable sonrisa y la lengua fuera, sobresaliendo sobre sus sucios dientes. Algunas veces Búster nos sobresaltaba, porque ladraba no sabíamos a qué, muy serio, como si despertase de un sueño y recuperase el instinto que le devolvía a su condición de lobo, pero le duraba poco.
Búster no sólo era un buen compañero, también era un entretenido juguete y en ocasiones también nos daba lecciones de lo que es la vida y aprendíamos cosas insospechadas. Por entonces no era raro ver perros sueltos por todas partes, la mayoría vagabundos, igual que Búster. En ocasiones se arremolinaban muchos perros muy alegres, así como borrachos, e invadían la calzada y no prestaban atención a los coches que les pitaban. Todos aquellos canes hacían turno para encaramarse al que parecía guiarlos. Búster también se sumaba a aquellas espontáneas concentraciones y era una de las pocas veces que perdía el interés por acompañarnos. Lo veíamos hacer verdaderos equilibrios para alcanzar su objetivo, como el resto, pero en ocasiones el perro que se prestaba al juego era demasiado alto y nuestro amigo terminaba retirándose después de admitir su derrota. Por experiencias de aquellas, cada vez que volvía a las andadas, pusimos a Búster el mote de Ivanhoe, por la lanza que gastaba, que nos recordaba a la del personaje de una serie que entonces ponían en la tele a la hora de la merienda y estaba basada en la novela del célebre escritor, Walter Scott. Incluso tarareábamos la sintonía de aquella cuando nuestro amigo olfateaba el marisco y acudía armado al combate.
Inesperadamente, una mañana dejamos de verlo por el barrio. Al principio no le echamos cuentas, después empezamos a preguntarnos por su suerte y a buscarlo. Días después lo encontramos muerto en un descampado cercano, de aquellos que había perdidos en las afueras de Madrid, donde los bloques amenazaban las pocas huertas que sobrevivían al urbanismo. Sus ojos estaban apagados y su lengua seca, pero parecía contento.
Desde entonces no perdimos ocasión de ir a verlo, tal vez con la vana esperanza de que resucitase, y así fuimos comprobando con curiosidad su lenta descomposición, hasta que un día las máquinas hicieron una zanja muy grande allí donde reposaron sus huesos.
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