Solía verse su medio rostro por la Plaza del Potro, pocas veces, pero sobre todo algunas tardes; y menos eran los que le sostenían la mirada, pero muchos los que lo evitaban. Se desplazaba ligero, a trompicones, tambaleándose, espantando a cuantos se cruzaban en su camino. Era tan terrible su aspecto que si contabas el encuentro dudaban de tu palabra, pero aquel hombre existía. Tuve ocasión de advertir su desgracia por primera vez un día que preparábamos las Jornadas del Cómic, las terceras o las cuartas, queda muy lejos para fijarlo. Miguel Cosano se escondió tras un folleto mientras me decía: no puedo, no puedo. Y no comprendí a qué se refería hasta que lo tuve encima. Realmente era imposible observarlo más de un instante. Aquel joven tenía un solo ojo, la otra mitad de su cara no era sino una plasta de carne, una pantalla de piel tan lisa como la de un tambor. Sólo lo miré un instante, pero lo suficiente para conjeturar el resto de mi vida sobre su mal. Aquella marca podía ser de nacimiento, pero también fruto de una mala praxis médica, tal vez de un accidente. No pude hacer más averiguaciones porque al respecto reinaba el silencio más absoluto y nadie ofrecía respuesta. Los vecinos parecían ignorarlo o quizás tenían tan asumida su desgracia que no lo distinguían del resto de los elementos que componían el escenario del barrio. Sólo en otra ocasión tuve oportunidad de volver a ver al Cíclope, al que un perro ladraba furioso mientras él buscaba una salida a no sé qué laberinto invisible. Se perdió en las callejas que conducían a la Corredera, igual que la cucaracha que se hunde en las rendijas más inesperadas y que mejor conoce, bamboleándose y veloz, como acostumbraba, loco o ebrio de miedo o felicidad, nunca supe dilucidarlo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario