La iglesia tenía una gárgola que miraba raro. Era un remate de piedra con cabeza de lobo que parecía apoyar las patas delanteras sobre el borde del tejado con intención de saltar al vacío, y abría unas fauces enormes con muchos dientes, por donde vomitaba agua cuando llovía.
Cualquiera que cruzase por la calle que aquél hacía suya, casi siempre vacía, evitaba alzar la vista y mirarle el rostro, porque su expresión maligna amedrentaba al impertinente que osaba hacerlo, daba mal pálpito y producía en el alma una sensación gélida que amargaba la existencia para el resto del día. La gente de la localidad le guardaba el aire y nunca buscaba sus fauces si por obligación o azar pasaba por allí. Para algunos de los vecinos, sin embargo, daba suerte porque muchas veces, al caminar con la cabeza gacha y mirándose los pies, se habían encontrado bajo la misma un billete de cinco o veinte euros, 5 céntimos los menos agraciados. Por tales razones había quien la relacionaba con el Diablo, o con Mercurio los eruditos, por su trato con el vil metal. Era una extraña lotería la suya, pues pagaba con tales premios no se sabe bien qué favores inconfesables.
Justo en frente del vacío donde se asomaba y escupía la gárgola había una casa que tenía las ventanas y la puerta tapiadas. Hacía siglos que estaba deshabitada y a nadie se le había ocurrido hacer averiguaciones al respecto del motivo que obligó a ello. Sólo el monstruo de piedra parecía conocer su secreto y por eso para algunos no era sino su guardián.
Andando el tiempo el pueblo se abrió al progreso, que venía con el turismo, sacando a la luz su rico patrimonio bajo toneladas de roña. En este contexto aparecieron unos de la ciudad que paseando sin respeto por el barrio dieron con su fachada ciega. Les gustó su hechura clásica y, tras mucho discutir entre ellos, dispusieron las gestiones oportunas para hacerse con ella, con intención de abrir un hotel, con cocheras, spa, restaurante y solárium; pues por sus dimensiones y lugar en el que se asentaba se prestaba a ello y prometía pingues beneficios.
Tal ramillete de propuestas despertó al pueblo de su letargo y no tardaron en alzarse voces en contra del proyecto. La superstición se oponía a cualquier tipo de intervención en el inmueble, por miedo al lobo.
Pese al denuedo de los vecinos en su campaña, el proyecto siguió adelante porque el alcalde, hombre moderno y con aspiraciones al parlamento, advirtió que la iniciativa podría favorecer al municipio y su persona.
El día que tiraron abajo el muro que tapaba la puerta del caserón, bajo la atenta mirada de los inversores, el arquitecto, alcalde y concejales, se habían concentrado al acecho más de mil personas entre hombres y mujeres de todas las edades, movidas por la curiosidad y retenidas por las fuerzas del orden.
Con la pala de una excavadora amarilla a modo de ariete abrieron paso. Tras el estruendo y una vez que se disipó el polvo que levantó el derribo, cada cual afinó la vista para averiguar lo que había detrás de la demolición.
Pasado el primer instante, cobrado el ánimo necesario, los principales penetraron con cierto temor a lo desconocido, dedicando al lugar que descubrían un repaso con detalle, que oscilaba entre el asombro y la admiración.
Un impresionante zaguán daba paso a un patio cuadrado, rodeado de arcadas de corte clásico, de medio punto y capiteles compuestos cubiertos de yedra. En el centro del claustro crecía una alta palmera, que rivalizaba en altura con el tejado, poblado de aves. En el segundo piso se enseñoreaba una galería del mismo corte del piso inferior, pero con remates del dórico, en la que se movían con pereza cientos de gatos. Unos colosales escudos de armas y panoplias de piedra, repartidos por las paredes, daban la pista sobre el linaje de los que fueron sus dueños, nobles y gente de iglesia, amantes de las antigüedades y la caza.
La satisfacción se manifestaba en el rostro de los interesados. El arquitecto ya aventuraba soluciones para repartir los espacios. El concejal de cultura, apoyado por el erudito local, ahondaba en el pasado histórico del pueblo, el alcalde se frotaba las manos. En la calle, la multitud conjeturaba sobre lo que se veía al fondo y determinaban los protagonistas.
Atentos al hallazgo, nadie reparo en la vieja gárgola, se habían olvidado por completo de su existencia y mala fama; el pueblo se agolpaba a sus pies sin miedo, sin el respeto que siempre le habían guardado.
Dicen los más viejos que esperó el momento oportuno para cumplir con su venganza, pues a la que se salieron del caserón los concejales e inversionistas, el lobo saltó sobre ellos y mató a cuatro, dejando heridos al resto, arrastrando en su caída tejas y cornisa.
Desde el suceso no volvió nadie a ocuparse de la casa. Se olvidaron o traspapelaron los proyectos al respecto. Limpiaron el escombro y tapiaron de nuevo su puerta. Como el lobo quedó hecho pedazos, sustituyeron su figura en la iglesia por la de un angelote bonachón. Hay quien defiende que de un tiempo a esta parte, quizás por la erosión o el mal de la piedra, su gesto ha cambiado y da cosa mirarlo.
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