Antonio vio cómo se alejaban las mujeres y regresó al cuartel. La Bernarda le esperaba con la mesa puesta.
- Te lo vas a comer helado.
- Mejor. Hace mucho calor.
Se distrajo un rato en el despacho, comprobando las fichas de los turistas que quedaban en el pueblo, hasta dar con la matrícula de los belgas. Después hizo una llamada.
- ¿Vas a venir o no? – insistió la mujer desde el comedor.
- Sí, si – dijo, mientras colgaba el teléfono.
No muy lejos de allí, Romerales, daba cuenta de un par de cervecitas frías y unos alcaparrones saladitos en un local al uso. Mascaba con fruición y escuchaba como podía las noticias de la radio, pues los parroquianos con su charla le impedían hacerlo mejor. Había dejado de ser el centro de atención y pocos eran los que permanecían atentos a sus evoluciones, y si lo hacían era para burlarse de él sin que lo notase.
Tras haber apurado la última caña, le entró gana de fumar un cigarro y se echó mano al bolsillo. De allí sacó el paquete que había encontrado en el callejón, junto al portón donde estuvo detenida la DKV. Lo miró con atención y después de un análisis banal, se encogió de hombros. Rasgó el celofán, abrió la caja, sacó uno y se lo llevó a la boca. Tras encenderlo le dio una buena calada, como si le faltase el aire, que lo dejó en la mitad. Después soltó una enorme bocanada de humo, que flotó fantasmagórica sobre las cabezas de los allí reunidos.
Al pronto no se coscó del suceso, pero al empezar a escuchar las voces de la radio con total claridad, advirtió que todos los presentes habían enmudecido y le observaban.
A Romerales le entró el canguelo, porque no entendía qué estaba pasando. Para recuperar la seguridad se llevó la mano a la pipa.
Poco a poco la normalidad retornó al antro. Las voces surgieron tenues, apenas susurros, después recobraron su timbre habitual.
El Pistolas meditó al respecto. Al ver el paquete de tabaco sobre la mesa, comprendió el fenómeno. Para los vecinos significaba algo importante. Con disimulo volvió a guardárselo. Se levantó, fue a la barra y pagó religiosamente su consumición. Retornó a la calle, pateándola con energía. Al llegar a la plaza vio con el rabillo del ojo a Bartolo, que entraba en el cuartelillo. Se detuvo un buen rato a ver si aquél salía de nuevo. Pero fue el sargento el que lo hizo.
Se rascó la cabeza. Dudó si seguir al oficial o aguardar. Pero entonces tuvo una inspiración. Miró a un lado y otro de la plaza, hasta que halló a un chico que llevaba un botijo. Ni corto ni perezoso se acercó a él.
- Oye. ¿Dónde vive José, el de Sabiote?
El muchacho, que sabía que el que le hablaba era el de La Social, le indicó el cerro.
- Arriba, a la entrada del pueblo. La casa grande aquella que se ve allí – explicó señalando la descrita.
Se apartó el del agua y Romerales decidió ascender la cuesta, pese a lo que castigaba el sol. En su mente se consolidaba la idea de darle un nuevo rumbo a la investigación, distinta a la empleada hasta el momento. Llegó a la conclusión de que era oportuno indagar en el asunto con la inapreciable ayuda de los familiares del sospechoso. Estaba claro que el sargento no pensaba colaborar y no era cuestión de evitar la ocasión que se le presentaba, ni retrasarla.
En esas cavilaciones andaba hasta que, sin darse cuenta, se puso en lo alto del corte de la depresión que amparaba el pueblo.
Arribó a la casa y la rodeó, igual que si fuese un curioso, hasta dar con la tapia del corral. La fue recorriendo despacio, valorando su altura y factura. Pero sus cálculos fueron innecesarios, pronto halló un ángulo en ruinas que se podía salvar con facilidad. Desde la mella contemplaba sin dificultad la parte de atrás del inmueble, las cuadras y otras construcciones anexas. También advirtió la presencia de los niños. Pablo y Lucia se entretenían en juegos inocentes.
- Hola – exclamó, para llamar su atención.
Los niños reaccionaron al momento a la voz del otro, movidos por la curiosidad y la despreocupación ante un extraño que imaginaron un nuevo cliente. Un perro negro comido de moscas, atado a un pilar se levantó del suelo, bostezó y se puso a ladrar con poco convencimiento.
- ¿Está vuestra madre? - preguntó Romerales, mientras se subía con cierta precaución al remate del murete arruinado, desde el que imaginó poder dominar la situación.
- Ha bajado al cuartelillo – dijo Pablo sin rodeos.
- Vaya. Quería hablar con ella.
- No tardará – explicó la niña.
- ¿Tenéis chambres libres?
- Claro – respondió Pablo.
Los niños lo miraban con atención y el de La Social barruntó el modo de ganarse su confianza.
- ¿Cómo se llama el perro?
- Trotsky – contestó la niña.
Romerales hizo una mueca.
- ¿Muerde?
- Es muy bueno.
- ¿A qué jugáis? – les preguntó, por mantener el diálogo.
- Estamos cazando una lagartija – explicó Pablo.
- Ya tenemos su cola – añadió triunfal la niña, con aquella agitándose en la palma de su mano.
- Muy bien. Sois buenos cazadores, por lo que veo.
- Mi hermano tira muy bien con el tirachinas.
- No me digas. A ver, tira que te vea.
Pablo, sin dudar, echó mano de su rudimentaria arma, que la llevaba siempre enganchada en una de las pocas trabillas del pantalón que vestía. Montó una pequeña piedra en el pedazo de cuero donde se unían las dos gomas de la horquilla. Apuntó y tras tensarlas, lanzó el proyectil a toda velocidad contra una lata oxidada que salió disparada, acompañada del ruido característico.
- ¡Ole! – celebró Romerales, alzando los brazos. Lo que permitió, sin intención, que los niños tuviesen a la vista por un instante su arma reglamentaria.
- ¿Es usted alemán? – preguntó Pablo de sopetón.
- ¿Yo? ¿Por qué lo dices? – preguntó Romerales intuyendo que pisaba tierra firme.
- Es por la pistola. Un alemán siempre lleva una – explicó Lucía muy suficiente.
- ¿Sí? ¿Habéis visto muchos alemanes?
- Sólo al señor Helmut, pero tenía pistola. Se murió en casa.
- No me digas -, exclamó Romerales -. ¿Qué le pasó?
- Se despertó muerto.
El de La Social dedujo que ocasiones como la que tenía delante sólo se presentan una vez en la vida.
- ¿Me podrá alquilar vuestra madre una habitación?
- Seguro – afirmó Pablo poniendo una nueva china entre las bandas de goma mientas buscaba un nuevo objetivo.
Romerales sonrió a medias.
- ¿Dónde vas a tirar ahora?
- Al sol – dijo el niño y lanzó una piedra a lo alto, que, tras describir una veloz parábola no tardó en caer del cielo y rozar a El Pistolas, que la esquivó como pudo sin perder el difícil equilibrio que mantenía.
Al ruido de los ladridos, la lata y la conversación, acudieron los pequeños belgas, sin su padre, en desacuerdo con la obligada siesta y deseosos de conocer la novedad y sumarse al juego. Romerales torció el gesto por la expectación generada. Los recién llegados, ignorantes del prólogo y el idioma, al ver a Pablo tirando piedras al aire y a un señor subido a la valla esquivándolas, interpretaron que el juego consistía en tirar a darle. Y no tardaron en hacerse con cantos que arrojar al invasor.
El de La Social vaciló antes de caer al lado de fuera, perseguido por los proyectiles, en el preciso instante en el que las dos mujeres entraban en el corral alertadas por el jolgorio de los chiquillos.
- ¿Qué sucede? - preguntó Rosa.
- Ha venido un alemán, como el señor Helmut – explicó Lucía.
- Quería una habitación – apuntó Pablo.
A la madre se le descompuso el rostro, pues imaginó que se trataba del intruso que merodeaba por los alrededores.
Camile preguntó a los suyos y estos le dieron las explicaciones que estimaron oportunas.
Al otro lado, Romerales se levantó como pudo y salió por piernas, cojeando, magullado y cubierto de polvo. Maldiciendo una y otra vez a los críos.
Rosa, atemorizada se amparó en la que consideraba su nueva amiga y confidente. Se fundieron en un abrazo.
- Es un hombre que me tiene aterrorizada - susurró.
- ¿Qué dices? ¿Por qué no llamas a la policía?
- Ya lo hice, pero no ha servido de nada. Ya lo ves – sollozó.
- Tranquilízate. Con nosotras y mi marido en la casa no se atreverá a entrar de nuevo – le dijo, al tiempo que la abrazaba.
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