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jueves, 14 de noviembre de 2024

Oro nazi. Capítulo 17. Testimonio y negocios.



(El personaje es imaginario, el testimonio real).

 

Antonio, tras un prudente intervalo propicio al reposo, visitó al preso. El otro estaba fatigado, pero sosegado, mirando al oscuro infinito. El suboficial le ofreció un cigarro americano que aceptó con gratitud. Al darle lumbre, el rostro de José denunció el maltrato recibido

- ¿Cómo estás?

- Bien, mi sargento. ¿Durará mucho?

El Catalán chasqueó la lengua con disgusto.

- No lo sé. Este asunto se va complicando poco a poco. Hay muchos cabos sueltos.

- Yo no puedo decir más.

- Ya. Te creo. Pero ese imbécil de Romerales tiene varias cosas en la cabeza. Aunque su misión sea otra, trae su obsesión por ajustar cuentas.

- ¿Y tiene que hacerlo conmigo? – interrogó José, con el rostro rayado por la sombra de los barrotes del ventanuco que daba a la calle.

- Contigo y con quien haga falta. En tu caso, te precede el expediente. Sigues siendo un sospechoso, pese a la sentencia favorable. Hay gente que no perdona ni un tropiezo.

José hizo un gesto de rabia e impotencia, llevándose los puños a la boca para mordérselos, a riesgo de quemarse las cejas con la ascua del cigarrillo.

- ¿Cuántas veces voy a tener que explicarlo? Yo no tengo nada que ver con aquel desastre. ¿Sabe usted lo que llevo sufriendo desde entonces? Rara es la noche que no me despierto bañado en sudor reviviendo la escena.

Antonio lo escuchaba con atención. No era la primera oportunidad que tenía de ver a José así, ni sería la última que escucharía aquella historia. No tenía intención de hacerle callar puesto que había roto a contarla. Podría haberlo hecho con aquella excusa, pero prefería oírla de nuevo. Experimentaba un placer morboso en aquel cúmulo de dramáticos sucesos. Gozaba como el niño que oye y atiende la exposición una y mil veces del mismo cuento.

- Yo no hacía más que cumplir órdenes. Lo he repetido hasta la saciedad y además no disparé. La orden la ejecutó la batería de arriba.

- Tranquilo, tranquilo – murmuró Antonio, reposando su brazo sobre el hombro del cautivo.

- Vimos venir el barco. Cada vez estaba más cerca de la costa. Lo hacía despacio, iba cargado de soldados. Estaban alegres, se les oía perfectamente cantar. Los de la batería de abajo, la que había más próxima a la costa, no abrieron fuego. Lo dejaron pasar. Mi compañero y yo, que estábamos a cargo de la segunda, no supimos qué hacer. Nadie nos transmitió una orden y decidimos no disparar. El buque siguió avanzando. Todo seguía en calma. Pero entonces oímos un crujido ensordecedor sobre nuestras cabezas. Un proyectil cruzó el aire como un meteoro e impactó en la popa de la nave. El disparo se había producido desde uno de los tres cañones de la posición que había en el cerro más alto.  El barco se hundió en un periquete, fue visto y no visto. Los hombres que iban en él se lanzaban al agua desesperados, muchos no sabían nadar y se ahogaban. Nadie de la costa acudió a ayudarles. Nosotros nos debatimos entre permanecer en nuestro puesto o socorrer a los supervivientes. Vimos perecer a la mayoría entre inútiles gritos de socorro y terror. Ahora mismo parece que los oigo en mi cabeza. Fuimos incapaces de movernos de nuestro puesto por miedo al castigo de nuestros superiores. No queríamos que nos tomasen por desertores. Me enteré después de que se dio orden de no rescatar a nadie. Menos mal que actuamos con prudencia.

José hizo una pausa. Temblaba. Se llevó el cigarrillo a la boca y le dio una larga chupada antes de proseguir.

- Luego aparecieron los comunistas, ¿sabe? Eran gente con muy mala leche. Venían cuatro o cinco, apuntándonos con sus fusiles. Nos preguntaron enfurecidos que por qué no habíamos disparado. Temí por mi vida. Les dije que nadie nos había dicho que lo hiciéramos. Al final, después de amenazarnos, se fueron por donde habían venido. Allí nos quedamos hasta que el pelotón bajó a reemplazarnos. Después, en cuestión de horas, vino el caos y el desorden. Los mandos desaparecieron. Nosotros, los soldados, éramos gente de reemplazo, cumplíamos el servicio militar, no sabíamos qué hacer. No pensamos en huir. Aguardamos, esperamos en nuestro puesto la orden de un superior. Después aparecieron los nacionales. Nosotros nos limitamos a formar en el patio y esperar. Un oficial nos ordenó ponernos firmes y lo hicimos a una. En ese momento comprendí que la guerra había terminado. Nos llevaron en un camión a Murcia y nos concentraron con otros en un mercado de abastos. No había oficiales ni milicianos, sólo hombres sucios, todos habían perdido las insignias y aquello que pudiese delatar su graduación. Después vinieron los juicios y los fusilamientos. Yo pude salir de allí… ¿Me puede dar un vaso de agua, mi sargento?

Antonio despertó del embrujo. Se apartó y regresó poco después con un botijo.

- Gracias.

- ¿Por qué no desobedeciste? Podías haber rescatado a alguno de aquellos desgraciados.

- Mi sargento… Le juro que quise hacerlo, pero fui cobarde. Tenía miedo a la muerte. En la guerra, digan lo que digan, todos eran enemigos, los tuyos y los de más allá. Cualquiera tenía una excusa para matarte. ¿Lo hubiese hecho usted?

El Catalán se cruzó de brazos. No contestó.

- Usted es un militar, pero yo no era más que un muchacho que sacaron de su pueblo para ganar una guerra.

Dio otro trago al botijo.

- Y ahora estoy envuelto en otra historia que no me corresponde. ¿Qué tengo que ver con ese tío, el Helmut? Que se ha muerto en mi casa, bien. ¿Y qué? Podía haberlo hecho en la plaza, a la vista de todo el mundo – protestó -. ¡Maldita sea mi casta!

Antonio se acomodó en el silencio, enajenado, y dejó solo a José con su inquietud. Volvió a su despacho y avisó a Bartolo, al que vio al otro lado de la ventana, haciendo guardia en la garita de la entrada. Este acudió de inmediato a la orden.

- ¿Qué sabes del bizco? – inquirió el sargento.

- Nada. Pero en el pueblo hay gente que dará el aviso si aparece.

- Otra cosa. ¿Hay tarea esta noche?

- Está el asunto muy parado. Con el jaleo este del alemán y El Pistolas no se atreven a salir. Eso me han dicho – respondió el subordinado.

- Igual quieren que nos lo creamos.

- Pues también es verdad, mi sargento.

- Vamos que tener que vigilar esta noche la gruta de La Virgen, aunque le joda al cura, no sea que les dé por dejar un fardo allí. No sería la primera vez. Pero no me fio de Romerales, es capaz de aprovechar nuestra ausencia para visitar al preso.

- La mejor manera de no perderle de vista es que se venga con nosotros, así hará bulto, jefe – comentó Bartolo.

El sargento meditó la objeción. No le pareció una idea descabellada y para suerte de Bartolo no cayó en la cuenta del inapropiado término utilizado para referirse a su persona.

- Vete a ver por dónde anda y te lo traes, aunque sea de los cojones – ordenó con resignación -. Igual nos sirve para algo, como dices, … y se lleva un tiro.


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