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sábado, 5 de octubre de 2024

Oro nazi. Capítulo 9. El Pistolas.

 

Llegó unos días después de los sucesos relatados. Era un sujeto de andares chulescos, vestido con traje claro y corbata azul con nudo pequeño al cuello, del que llamaban “wilson”. Ocultaba su rostro tras unas opacas gafas oscuras y un enorme mostacho. Llevaba el pelo engominado y exhibía unas patillas gruesas e hirsutas. Se detuvo un instante en la puerta, recorrió con la mirada la plaza y después bajó las escalerillas del bus sin prisa, con la seguridad de saberse dueño de la situación, por la autoridad que representaba, y sonriente.

Era el poli de La Social. Ya se había hecho notar durante el trayecto, pegando voces y soltando amenazas. Le gustaba jactarse de su cargo y así intimidar al personal, pues, según afirmaba, era como jugar con ventaja. 

En cuanto que el resto de los viajeros se diseminó por los aledaños de la parada corrió la noticia. Y Romerales, que era como se hacía llamar, empezó a representar su papel, ufano de su éxito. Sacó un paquete de Jean del bolsillo, tomó un pitillo con los dedos, se lo llevó a los labios y lo encendió con mucha serenidad. Tras exhalar la primera bocanada de humo hizo como si mirase a todo el mundo y a nadie en concreto de cuantos había en ese momento en la plaza, esbozando una sonrisa de medio lado, simulando que conocía a todos o que guardaba sus nombres en un archivo secreto.

Mientras evolucionaba de tal guisa, los corrillos lo anunciaban y no tardó en estar en boca de todos los habitantes de la localidad que el de La Social estaba allí.

Algunos ya conjeturaban sobre el motivo de su presencia en el pueblo.

Romerales, muy tranquilo, dio varias caladas más a su cigarrillo y se encaminó muy derechito hacia el primer bar que divisó, pues venía seco de decir constantes tonterías durante el viaje. Entró muy serio, despejando a ambos lados las tiras de colores que le vedaban el paso, sin quitarse las gafas, a riesgo de tropezar con una silla y darse un trompazo. La luz del exterior proyectó su sombra dentro, dándole una envergadura de la que carecía. Aguardó unos instantes en esa posición, hasta que cesaron los murmullos. Entonces dio un paso firme adelante y dejó que la cortina se cerrase a sus espaldas. El local quedó de nuevo a oscuras, iluminado tan solo por la pantalla de un televisor subido a una repisa, en el que no se emitía nada, salvo la carta de ajuste.

Avanzó despacio, por no decir a tientas, deteniéndose constantemente, como si estudiase el interior. En realidad, no veía ni torta, su única referencia era el rectángulo de la tele sito en una esquina, que le servía de faro en aquella marea.

Los allí reunidos, acostumbrados a la oscuridad, esperaban el momento oportuno para que tropezase, aguantar la risa y hacer unas coplas después.

- ¿Qué desea? – le preguntó el barman, por ganarse su simpatía o que no terminase en brazos de alguien.

A la voz, Romerales supo a dónde debía dirigirse, y así se arrimó a la barra no sin poder evitar una silla, que simuló apartar de una patada.

- Ponme algo fresquito. Hace muncha caló.

- Lo que usted quiera, amigo.

- Un cocacola con ron. Y con hielo – aventuró.

Nadie despegó los labios para comentar algo al respecto de la petición, que sonó de película a los congregados.

El camarero le puso la bebida y la acompañó de unas aceitunas partidas y pringosas, y unos chanquetes fritos con pimientos. En cuanto que Romerales tuvo en la mano el vaso le dio un trinque como quien bebe agua y hace gárgaras para aclarar la garganta. Fue lo más sonado del establecimiento en todo el día.

Contento de haberse ganado el respeto o al menos el silencio de los parroquianos, optó por modificar su actitud. Sin previo aviso comenzó a golpear la barra del local con fuerza.

- ¿Qué pasa aquí, es que se ha muerto alguien, coño?

Tal pregunta despertó los recelos de los reunidos, porque a nadie escapó el detalle de que aquel esbirro estaba allí por el reciente fallecimiento de un extranjero.

Para no delatarse ninguno, por miedo a representar alguna inconveniencia que diese a entender algo indeseado, poco a poco se reanudaron los diálogos, murmullos al principio, pero más animados después. Cada cual simuló volver a lo suyo. Hubo quien hizo más ruido que de costumbre, para demostrar que controlaba la situación y no tenía nada que ocultar.

Romerales se sintió satisfecho por imaginar que si el resto hablaba había sido porque les había dado permiso, a su manera.

Para que no quedase duda sobre su condición, inició una conversación absurda con el barman, contra los yanquis, como excusa para mostrarse muy cabreado y poder levantar los brazos una y otra vez. Con la chaqueta abierta, dejaba a la vista la pipa acomodada por debajo del sobaco. Con tanto descaro que delataba la intención, por algo le apodaban El Pistolas.

Los parroquianos le observaban sin decidirse por reír o llorar, pero guardaban las formas por miedo. Nadie quería pasar por sospechoso.

Bartolo, atento por indicación de su superior a la llegada de extraños al pueblo, advirtió que tenía que ser el que esperaban en cuanto lo vio bajar del autobús de línea y menudear de aquel modo, y de inmediato le fue con el aviso al sargento.

- Mi sargento, ahí está ese.

- ¿Estás seguro?

- Viene dando el cante, no puede ser otro. Ha entrado en el bar del Eusebio y está armando bronca.

- ¡Mierda! – murmuró El Catalán apretando los puños -. Romerales, fijo. Tenía la esperanza puesta en que se hubiesen equivocado de nombre. Han tenido que enviar al más malafollá de toda Granada. No quiero que le pases ni una, ¿me oyes? Cuando aparezca por aquí le haces esperar en la puerta como a todo el mundo. ¡Qué se joda!

El Pistolas no fue puntual porque, amante del protagonismo, se dedicó a callejear igual que si inspeccionase algo, interpretando una misión imaginaria. Deteniéndose en cada esquina o entrada a cualquier establecimiento, para mosquear o poner de los nervios al propietario, como le gustaba; y también a rondar a las pocas veraneantes que quedaban en el pueblo, anunciando a todo bombo las bondades de las carnes de aquellas. 

- Este imbécil va a espantar lo poco que nos queda – murmuraba el de un colmado, al verlo babear como un perro con hambre tras unas suecas de pelo pajizo y hombros bronceados.

Una nube de chiquillos le seguía a ver dónde paraba y qué hacía, imitando sus movimientos o jugando a policías y ladrones a su alrededor.

Cuando se cansó de andar sin rumbo buscó el cuartelillo y se plantó literalmente en la puerta porque le cerraron el paso.

- Soy Romerales, el de La Social.

- Aquí no se entra sin autorización.

- ¿Es que no han llamado de la Dirección General?

- ¿Tiene o no tiene autorización?

- No me he acordado de traerla, pero si llaman a Granada se lo pueden confirmar.

- Ahora no estamos para llamar a ninguna parte, el sargento está muy ocupado.

- Bueno, dígale usted que quiero verle.

- Ya le he dicho que ahora no atiende. Se espera usted sentado en este banco y ya le avisaré.

La bancada era un escalón adosado al muro castigado sin piedad por el sol.

El Pistolas esbozó media sonrisa sujetando un palillo entre los dientes y se encaró al guardia. Pero Bartolo mantuvo su cara de mala ostia y le aguantó la mirada, entre otras cosas porque no le veía los ojos y podía contemplarse en los cristales de las gafas como el que galantea con su propio rostro en un espejo.

- Pues me siento. Me siento a esperar – dijo el policía, reculando ante la actitud severa del otro -. No tengo prisa.

Se aposentó y sintió el latigazo del calor en el culo. Dio un respingo y cambió el gesto de la cara. Se hurgó en el bolsillo del pantalón y sacó un pañuelo arrugado para secarse el sudor de la frente.

- Ahí no hay quien pueda arrellanarse.

El civil ni se inmutó.

Romerales quiso entonces buscar sombra. No tuvo oportunidad de hacerlo porque Antonio, que había escuchado la conversación, salió a la puerta y le llamó.

- ¿Es usted el subinspector Romerales?

- El mismo – respondió con sequedad, pues en otras ocasiones había tratado con el sargento y no le cuadraba que no le conociese.

- Pase. Le estaba esperando. Se ha retrasado mucho – dijo, dándole la espalda de inmediato.

El Pistolas se quedó con la mano en posición de darla, sin que Antonio se la estrechase. Confuso, aguanto el envite y procedió a seguirlo con el rabo entre las piernas.

- Me he entretenido recorriendo el pueblo. Quería conocer el carácter de los vecinos –comentó con cierto rescoldo.

- Son gente humilde y trabajadora.

- Ya. Como todos.

- Aquí respondo yo por ellos – rebatió tajante el sargento.

Entraron en el cuarto que el suboficial usaba a modo de despacho. Una mesa de roble, repleta de carpetas, retratos y un crucifijo, lo llenaba por completo. A un lado la bandera de España con el escudo del águila de San Juan y al otro, sobre la pared, el retrato del Generalísimo, otro de José Antonio y el del duque de Ahumada. La ventana, grande, iluminaba la habitación y desde ella podía verse la garita, la plaza y parte de la playa.

El de La Política rio para sus adentros. Con ojos ladinos reparó en toda la parafernalia del régimen que rodeaba a El Catalán. 

- Siéntese, Romerales. ¿A qué se debe su visita exactamente? – preguntó Antonio haciéndose el despistado y ofreciéndole una silla.

- ¿No se lo han comunicado?

- Sí, pero ya sabe cómo son los documentos oficiales, poco explícitos – corrigió.

- Es por el tema del nazi.

- El señor Helmut.

- El mismo – confirmó el de la brigada político-social.

- ¿Qué problema hay? – preguntó Antonio con una cara muy seria.

- Nada importante. Es pura rutina. Ya sabe que estamos detrás de estos individuos, más que nada para tenerlos controlados de algún modo. Los americanos están muy pesados.

- Su muerte fue natural - zanjó el sargento -. Así lo acreditó el forense.

- Si. He leído en informe. Pero existen lagunas sobre el motivo de la presencia de este hombre aquí. Me gustaría hablar con los propietarios de la casa donde se hospedó.

- Ya hablé yo con ellos. No parecían saber nada.

El Pistolas entornó los ojos, como si midiese al sargento.

- Hoy día nadie sabe nada. Por eso conviene ayudar a recordar, para aclarar mejor las cosas.

Quedaron en silencio. En la calle se oía el traqueteo de un motocarro.

- ¿Qué se propone?

- Quiero hablar con el tal José ese, nada más. Lo tenemos fichado.

- Me parece bien. Pero será en mi presencia.

- ¿Cómo?

- Yo soy aquí la autoridad. Y quiero tener conocimiento de primera mano de lo que suceda o se averigüe.

Romerales torció la sonrisa y respondió chulesco.

- Por supuesto. Yo no me escondo de nada.

- Como debe ser. ¿Dónde se va a alojar esta noche?

- ¿No tienen ustedes aquí sitio? – preguntó algo perplejo el de La Social.

- En el calabozo – respondió con franqueza el civil.

El Pistolas quedó con cara de tonto.

- No me venga con bromas – acertó a protestar.

- Se lo digo en serio. Ahora tenemos sitio. Así podrá usted comprobar de primera mano lo bien que están nuestras instalaciones.

Romerales volvió a sonreír con su palillo entre los dientes.

- ¿Le importa si fumo?

- En absoluto.

- ¿Quiere? – le dijo ofreciendo un cigarrillo.

El sargento alzó la mano como si parase el tráfico. Romerales se llevó el suyo a la boca y lo encendió. Aspiró con fruición.

- ¿Me va a enseñar la maleta del muerto?

- Hay poco que ver. Ropa sucia.

- ¿Dinero?

- Poco. Lo justo para ir tirando. 

- ¿Armas?

- Ninguna.

- Apuesto a que José lo desvalijó primero – comentó Romerales muy solemne, igual que había visto hacer a Bogart en las películas de misterio.

- No lo creo – suspiró Antonio -. Aunque sospecho que quiere sacar algo. Me dijo que le debía dinero, pero su mujer dejó claro que no.

El Pistolas celebró por dentro la confidencia del sargento. Éste se había dejado llevar por su celo profesional y había bajado la guardia. Era una pequeña victoria, que el de La Social se guardó de airear. Antonio, por el contrario, lamentó el desliz.

- Bueno. Creo que saldré a buscar un sitio donde comer, estoy esmallao.

- No es necesario – corrigió la Bernarda, mujer de El Catalán, que asomó oportuna a la puerta, sin solicitar venia -. Se queda usted con nosotros.

Al sargento le mudó la cara. Pero la parienta lo ignoró a sabiendas.

- ¿Qué necesidad tiene de estar dando vueltas por este pueblo, que no hay nada de nada? Si le toman a usted por un turista le sacan los pocos cuartos que traiga. Ni pensarlo, se queda usted aquí y nos cuenta cómo están las cosas en la capital.

- Muchísimas gracias…

- Bernarda – confirmó ella.

El rostro del sargento enrojecía por momentos.

- Gracias de nuevo, doña Bernarda. Le estoy muy agradecido – dijo sonriente El Pistolas.

- Ahora mismo le digo a la chica que ponga otro plato. ¿Le gustan a usted las judías con chorizo?

- Muchísimo.

- Lo digo por los gases. Hay gente a la que les sientan fatal. A mi marido, por ejemplo.

- Bernarda – mugió el sargento -, haz el favor de ocuparte de la mesa que tenemos una cosa importante de la que tratar.

- Claro, claro. Todo es importante, menos tu mujer – refunfuñó -. No le haga usted mucho caso, es su carácter – remató antes de desaparecer por donde había venido.

- Qué mujer tan hospitalaria – comentó Romerales, para quitarle hierro al asunto.

El sargento echaba chispas. Bartolo se sonreía en la garita.

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