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martes, 8 de octubre de 2024

Oro nazi. Capítulo 10. El curioso.


 Esa misma mañana, mientras tenía lugar la entrevista descrita entre los miembros del orden, José había tenido otra con un vecino. Este era un cabrero, que se encaminaba al monte con su rebaño. José le salió al encuentro como si fuese casual.

- Hola Rubén. ¿Hay tarea?

El otro, chiflaba a las cabras con un silbato de caña. Pasó de largo sin mirarle a la cara.

- Ninguna – dijo, como si hablase solo.

José encendió un cigarrillo. Con el rabillo del ojo siguió su derrotero, rodeado de rumiantes, y lo vio esfumarse y confundirse con la vegetación en un recodo. Hizo un gesto de disgusto. Titubeo, pero optó por pisar su senda. Caminó a una prudente distancia, sin perderlo de vista, pero tampoco escondiéndose, simulando dar un paseo.

Rubén se detuvo en una loma y se acomodó sobre unas piedras mientras las cabras ahondaban el terreno en busca de raíces. José se le acercó, lo suficiente para que le oyese el otro.

- ¿Hay tarea?

- Ninguna. Ya te lo he dicho.

- ¿Por qué?

- Te haces notar demasiado. No conviene que nos vean juntos. No insistas.

- ¿Yo?

- Lo del muerto ha levantao sospechas. Está muy agitao el monte. No conviene arriesgar.

- Pero.

- Adiós, José.

Se levantó de su asiento y llamó a los animales. Inició de nuevo su periplo, lento y polvoriento, ajeno al dolor del menesteroso.

José quedó solo, perdido en sus pensamientos. Finalmente, consciente del no definitivo, dio media vuelta y se volvió por donde había venido. En su semblante llevaba los sellos del disgusto y la preocupación.

Al llegar a la casa se encontró con los belgas, que salían a tomar un baño.

- José, ¿tendremos problema de aparcamiento? – le preguntó ella.

- Ninguno. Pueden dejar el coche en la playa - contesto, mientras reparaba en las piernas de la mujer.

Ella le agradeció la noticia. El marido sonrió sin haberse enterado de nada. Montaron a los niños y enfilaron la carretera cuesta abajo.

Rosa salió a la puerta al verlo llegar.

- Qué pronto has vuelto. ¿Dónde has ido?

- Había poco que hacer. He dado una vuelta. ¿Qué tal los huéspedes?

- Muy apañados. Ella es muy agradable. El marido sólo ríe.

- Ya me he dado cuenta. ¿Y los chicos?

- ¿Los suyos? Muy educados.

- No. Los nuestros.

- Por ahí andan. Si te vas a quedar podías echarme una mano – propuso ella.

- ¿Qué pasa?

- Podrías ayudarme a ordenar los cuartos.

- Mujer.

- No quiero quedarme sola.

- ¿Otra vez con eso? – protestó él -. No quiero que vivas con miedo.

- Estoy tentada de contárselo al sargento.

- No hagas locuras. Eso sólo puede traer problemas. Hazme caso y no le des más importancia. Hay mucho desgraciado suelto.

- Sí, pero igual que ha entrado ese puede entrar otro con peores intenciones – respondió ella con preocupación.

- Bah. Ahora mismo estamos a salvo. El pueblo entero nos señala. Aquí todo se sabe, quién va y quién viene… Por desgracia.

- ¿Qué quieres decir, José?

- Nada. Cosas mías. Venga, vamos a la faena – reconsideró -. ¿Por dónde empezamos?

Rosa dudó un instante, intentando comprender a su marido. Pero, al ver el cielo abierto, le puso en antecedentes.

- Vamos a empezar por el del señor Helmut. Está como se quedó. No me he atrevido a tocar nada desde la visita del fulano aquel. Pero ya va siendo hora de poner un poco de orden.

- Sea – dijo él dispuesto a obedecer.

Entraron en el cuarto. Nadie había entrado allí tras los sucesos acaecidos y las gestiones oportunas de la autoridad, salvo el misterioso visitante, que lo había desvalijado. La luz matutina penetraba con fuerza por la ventana, pocas rendijas quedaban a oscuras. A lo lejos, el mar se mostraba en calma.

- Vamos a cambiar las sábanas y a hacer la cama. Mira cómo lo dejaron todo entre unos y el otro.

José echó a un lado la colcha y desnudó el colchón, lo que quedaba de él. El somier enseñó sus agresivos muelles en la maniobra, mientras crujía.

- Ahí tienes una funda nueva. Pónsela. Eso es. Dale la vuelta y reparte la lana. Deberíamos cambiarle el relleno.

- Bah. Lo que hay que hacer es comprar uno nuevo de esos de espuma – protestó José.

- Esos dan más calor.

Rosa agarró el cepillo, se inclinó y lo pasó por debajo de la cama.

- Sólo hay polvo – señaló él.

- Claro. ¿Qué esperabas?

Terminaron de colocar el colchón y extendieron la sábana limpia.

Movieron el armario y el resto de los muebles. Devolvieron los cajones a sus huecos. 

- Dale a todo con el trapo – ordenó a su marido.

Rosa barrió el resto de la cámara.

Sin mediar más palabras cada cual se hizo cargo de una labor. En poco tiempo lo dejaron todo en orden.

- Sube un cubo con agua. Que quiero fregar.

- Si así está bien.

- Déjame hacer.

El hombre bajó por la fregona. Cuando regresó encontró a su mujer turbada, con el miedo en la cara.

- ¿Qué te pasa? ¿Has visto al Diablo?

Rosa alzó un brazo tembloroso y señaló la ventana. Él fue a asomarse, pero ella se lo impidió.

- ¿Qué sucede? - protestó José y la echó a un lado. Sin pensarlo dos veces se apoyó en el alfeizar. Sacó medio cuerpo y miró a un lado y otro. Tras hacerlo no comprendió el motivo de la zozobra de su esposa. Se volvió encogiéndose de hombros.

- Había un hombre – acertó a decir ella.

- ¿Qué? No digas tonterías. Sería un gato.

- Sí, créeme, había un hombre fuera, mirando lo que hacía. Huyó en cuanto advirtió que lo había visto.



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