Recién peinado, el pantalón corto nuevo y los zapatos limpios. Acompañado de mi hermano y mi primo, con los bolsillos repletos de duros. Nos poníamos a media mañana en la calle para ir a ver los santos. El desayuno había sido de churros de los gordos, remojados en unos cuadernillos del Guerrero del Antifaz con los que mi padre nos obsequiaba en tales fechas, los días que pasábamos en Úbeda, y vendía de saldo un hombre al lado de la torre octogonal que linda con la ferretería de los Biedma. Por la calle ya se veían capirotes, unos puestos y otros al sobaco, de color oliva. Los paisanos deambulaban sin orden ni concierto o iban buscando acomodo en las estrechas aceras. La gente que se conocía y no se veía desde hacía meses se saludaba, y se preguntaba por cómo iban las cosas por Madrid o Barcelona. Los carrillos de chuches se apropiaban de la vía cortada al tráfico y hacían negocio. Las almendras garrapiñadas brillaban al sol. El purito americano de caramelo parecía un cohete a punto de despegar. El del paloduz extendía un pañuelo sobre los adoquines y colocaba la mercancía a la vista de los menos pudientes o los que buscaban remedio para el dolor de muelas. A un lado y otro de la calle las pelotas atadas a una goma iban y venían a un ritmo frenético, o competían con peonzas bailarinas. Se oían trompetas a lo lejos, tambores y repiques de campana. En la plaza no cabía un alfiler y los curiosos se repartía por los balcones. A sabiendas, pero sin darte cuenta, te atrapaba el paso, donde menos lo esperabas, y buscabas refugio de inmediato, muy pegado a la pared, temeroso del énfasis de las baquetas que atacaban sin compasión el parche, la piel del tambor, con miedo a llevarte un palo en la frente. Pasaban los del tamborileo y después lo hacían los del mazo, golpeando con intención de hacer trizas el bombo. Tras estos, las escandalosas trompetas y estandartes romanos, mástiles, cordones y borlas. Luego el desfile de penitronchos, de variada etiqueta: el de la túnica descolorida, el del capirote torcido, al que le queda corta o larga la túnica, el descalzo, la de los tacones, el gafotas, el canijo, el del cirio apagado, el que no lleva, el que tiene guantes, al que se le ve el reloj, el tito Cristino que te saluda, el que pone orden o te echa a un lado. Ahora el manojo de chiquillos cogidos de la mano y disfrazados de Belén o los diez mandamientos. Incienso. El cura con los monaguillos. El trono con los santos durmiendo entre las flores y los fanales. El ángel como la sota de copas subido a un olivo, tan clásico que no mira al Cristo. Las zapatillas deportivas de los costaleros, o las ruedas de camión. Las autoridades, de toda ideología, con sus varas y estolas, manípulos y becas. Los civiles. La Virgen bajo el palio y el manto de flores. Un pelotón de mantillas de alta peineta. Más penitronchos. Y para rematar, la banda, con mucho trombón y platillo, seguida de una multitud que se descomponía por calles adyacentes, como el potaje que sobra y se tira. Era entonces cuando corríamos a los billares Elis, a gastarnos nuestra pequeña fortuna en marcianitos. No existían las consolas. Eran días de santidad e inocencia, perdidos en el remolino del recuerdo.
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