Recuerdo, con cierto amargo sabor de boca, que cuando era niño y estaba tan inmerso en mi mundo de fantasía, (un mundo que corría paralelo al real), llegaba a casa del colegio y no reconocía a mi madre. Era una situación muy chocante que se repetía con cierta asiduidad. Entraba por la puerta, como si lo hiciese a la gruta de Alí Babá o la de Polifemo, y de repente descubría a una desconocida haciéndome preguntas, lo cual me desconcertaba por completo. Necesitaba unos minutos para situarme y asimilar el encuentro. Eran unos instantes aterradores porque en mi cerebro no hacía sino preguntarme que quién era aquella mujer tan cariñosa, sin acertar a descubrirlo, pese a que reconocía perfectamente mi casa y sabía que a mi lado estaba mi hermano. Por fortuna, el aterrizaje forzoso duraba poco, y el pan con chocolate de la merienda ayudaba en la reconciliación con la realidad. El resto de la tarde volvía a las andadas y ya andaba en otra historia, o varias, hasta la noche, provocadas por los personajes de Un globo, dos globos, tres globos u otros imaginarios. Al día siguiente vendrían nuevas aventuras. Aquellos años eran una avalancha de novedades, estaba tan perdido como ahora, pero ni me daba cuenta ni me importaba.
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