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domingo, 24 de marzo de 2024

La primera en la barbería

Contaría cinco años, o seis tal vez, cuando visité por primera vez una barbería. Lo recuerdo perfectamente porque los detalles tempranos se quedan en la memoria para toda la vida. La peluquería estaba en el barrio de Valdezarza, en la calle de Artajona, la que conduce al parque de la Dehesa de la Villa si vienes desde Saconia. Entonces había que salvar un enorme descampado, que ahora se llama avenida Antonio Machado. A Valdezarza se sube, porque Saconia está a menor altitud. La calle Artajona es empinada. El negocio ya no existe, aunque en la acera de enfrente hay un barbershop de esos de ahora. Nos dimos un buen paseo mi madre, mi hermano y yo desde San Andrés hasta allí. Supongo que el pequeño iba en un carrito. Mi madre ya me había aleccionado de que tenía que portarme muy bien, y no moverme mientras me pelaban. Hasta ese día los trasquilones me los había hecho ella. Entrar en el establecimiento, algo oscuro, y ver a tantos señores esperando su turno me intimidó bastante. No menos los sillones de forja tan aparatosos en los que el cliente, previo ajuste hidráulico, se exponía al ataque de la tijera o la navaja. Yo estuve muy atento al ritual del que usaba aquellos y el peine, porque a esa edad uno se fija en todo lo que le parece nuevo, y me aprendí los movimientos del peluquero, y el modo en que debía poner la cabeza cuando me tocase, que no fue tarde. Creo que nos colaron como favor a mi madre. Así, de la nada surgió una silla de madera que el fígaro puso sobre el asiento ergonómico y me invitó a trepar por éste hasta aquella, de tal modo que me situé a una considerable altura del personal que aguardaba y pude verme reflejado en la luna que recorría la pared de lado a lado, y sentirme rey por un día. Me anudó una enorme sábana alrededor, como a imagen religiosa, y se empleó a fondo en corregir el desorden de mi cabeza y enderezarme la raya. Antes de que el peluquero me dijese nada, atento a su evolución, movía yo la cabeza para facilitarle el trabajo, cosa que agradeció con algún que otro “qué niño tan bueno”, para regocijo de mi madre. Nadie diría que era mi primera vez, sino que parecía experto en tales lides. Terminado el servicio, volvimos a nuestros quehaceres. Hubo otras muchas veces después de ésta, pero ya no tuvieron tanto sitio en la memoria sino menos.


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