No faltaban en los cumpleaños de antaño u otras celebraciones para la chiquillería, y como remate a la fiesta, aquellas tartas caseras de chocolate, hechas con varios pisos de galletas cuadradas, separadas por capas de crema, con mucha nata y un chorrito de coñac o aguardiente, a gusto de la cocinera, por encima. Al primer bocado se te abría un volcán en la garganta que de un tirón limpiaba la nariz de mocos. Qué peligro tenía encenderle las velas a aquellas bombas culinarias. Si a eso le añadimos una copita de quina Santa Catalina, como acompañamiento para tragarla, el éxito del natalicio estaba asegurado. No recuerdo convites más satisfactorios que el descrito, basta con observar para advertirlo nuestras caras de felicidad en las viejas fotos, con aquellos ojillos de ensueño que parecía que estábamos pisando el cielo. Terminado el condumio, te recogía tu madre y te llevaba a casa a dormir la mona. Entonces no había ministros empeñados en salvarte la vida sino, como mucho, sujetos que delegaban sus funciones en el Ángel de la Guarda.
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