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miércoles, 7 de diciembre de 2022

El ladrón de imágenes

Con motivo de mi primera comunión y para sacarle partido al traje, supongo, por aquello de tener un imperecedero recuerdo del sacro acontecimiento, mi padre me llevó a un estudio fotográfico que había en la calle Bravo Murillo, no muy lejos del colegio de los Salesianos, en Madrid. No sé qué referencias tendría mi progenitor de aquel negocio, pero debieron de ser buenas porque estaba bastante retirado de casa.

Llegué vestido de paisano y mientras esperábamos a que nos atendiesen, en la misma sala de espera me puse el atuendo de marinerito, que era lo que entonces se estilaba para tales eventos. Por alguna razón que desconozco, igual era para una sorpresa, no nos acompañó mi madre y el asunto quedó entre varones. Una señora que aguardaba allí celebró lo guapo que estaba de tal guisa, por lo que mi padre, que no era muy ducho en lo de vestirme y aderezarme, quedó satisfecho de la compostura. A mí lo que más me gustaba del conjunto era el silbato y una cruz muy moderna de plata, o alpaca, quién sabe, que parecía una pistola del futuro.

Por fin salió de detrás de una puerta un tipo alargado, calvo, pero con un poblado mostacho, y gafas gruesas de pasta. Era el fotógrafo. Tras los saludos y reverencias de rigor nos hizo pasar a su despacho y escuchó atento las explicaciones e indicaciones de mi padre, que sabía ponerse muy zalamero y persuasivo cuando era oportuno.

Tras la perorata, el artista tomó la iniciativa y me hizo sentarme frente a unos focos y una cámara. Detrás de mí puso unos mosaicos de marquetería y, cuando quedó contento con la composición, me dio dos o tres fogonazos. Allí quedé inmortalizado.

Para rematar la faena, el de la cámara me invitó a arrodillarme en un reclinatorio de atrezo y a unir las manos en actitud de rezo, mirando al infinito. Y, flash, flash, otros dos o tres destellos. Creo que estuve viendo esferas toda la tarde.

Terminada la función nos despedimos y quedó concertado que en unos días estarían las fotos, y podríamos recogerlas.

Pasó una semana y por fin acudió a casa mi padre con los resultados. Una baraja de cartas para abuelas, tíos y demás parientes. Sólo traía las fotos del fondo de madera, en las que mi menda aparecía sentado, muy serio y estirado. Tanto que parecía un monarca bizantino o un santo de los del Greco. De la otra versión no vino ninguna porque, según contó mi padre, el fotógrafo no estaba satisfecho con el resultado y las había destruido por no pasar la vergüenza de tener que enseñarlas.

Así quedó la cosa, cada cual tan contento con su copia. Pero ahí no acabó este cuento, ¿qué imaginabas?

Poco tiempo después, estando en el cole, acudió un compañero, (no recuerdo si Iván o Perales, igual era otro), diciendo que él y su madre me habían visto rezando en un escaparate. Aquello me sonó muy raro.

Y no mucho después, una tarde, más temprano de lo habitual, se presentó mi padre en casa, alterado, y sin dar muchas explicaciones me tomó de la mano, que era como entonces se llevaba a los niños a cualquier parte, y me arrastró al estudio fotográfico del principio, sin decir esta boca es mía.

Allí, después de una larga espera, terminó por atendernos el mismo sujeto de gafas de Mortadelo del que hablé al principio. Mi padre le reclamaba la foto del escaparate y, para demostrar que le pertenecía, me presentaba como prueba del delito. Con media sonrisa, el ladrón de almas se excusaba dando buenas razones.

- Ese de la foto no es su hijo. Esa foto es una creación mía – argumentaba, con un tono de voz y cierto aire de superioridad que hacían de mi padre un cateto.

Aunque yo era un niño de 7 años, comprendí perfectamente lo que aquel mago decía. Desde entonces lo he tenido muy claro, lo lejos que está la realidad de la creación. Pero a mi padre no le valían tales sutilezas. Y yo, aunque en silencio, estaba de su parte, que para eso me compraba los pulgarcitos del Guerrero del Antifaz. Con buenas maneras y una sonrisa forzada, insistió e insistió en su propósito, llevarse la imagen, hasta que el otro, cansado o avergonzado, cedió en sus pretensiones.

- No discutamos más. Cuando cambie el escaparate podrá pasar a recogerla.

Mi padre volvió por ella, por supuesto. Ahí la tengo en casa, sobre la estantería. Parezco un angelito, es una obra de arte. Pero ese niño no era yo, yo era un diablo, no es más que una foto, asunto de una luz sobre una superficie de celulosa y plata. No te engaño.



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