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miércoles, 28 de diciembre de 2022

El final de una guerra

Mi abuela y otras mujeres de Úbeda viajaron hasta Almadén a rescatar a los hombres que estaban presos por haber formado parte del ejército rojo. Previamente se habían hecho con certificados de buena conducta, que contaban con el respaldo de la Iglesia. Cuando llegaron al pueblo buscaron el lugar donde los retenían y resultó ser, según su testimonio, una plaza de abastos. Abarrotada de hombres, comidos de piojos, hambrientos y sucios, que se cagaban y meaban encima. El hedor era insoportable.

En una de las puertas enrejadas localizaron a uno de los suyos, que lo primero que hizo fue preguntar a su mujer por los marranillos, del hambre atrasada que llevaba. Este entró después a buscar a los otros entre la multitud, anunciando que las mujeres habían venido por ellos. Así, separados por las rejas, pudieron reunirse y celebrar el encuentro, porque al fin le veían fin al infierno. Mi abuela encontró muy desmejorado a su marido, muy seco y roñoso, las quijadas marcadas y que parecía arrastrar una pierna. Allí mismo les dieron de comer lo poco que llevaban, que para ellos fue mucho. Poco tardó en hacerse alrededor de los de Úbeda un círculo de famélicos derrotados, a los que se les salían los ojos, torturados por la necesidad y la envidia.

Después de las gestiones oportunas frente a la autoridad del campo, una eternidad, los maridos se vieron libres al fin. Llegó el momento del retorno.

Mi abuelo se vistió de limpio con la muda que le trajo mi abuela, en el primer rincón que pudo hacerlo y allí mismo dejó tirado el mugriento uniforme que hasta ese instante le había señalado. Después corrieron a la estación para tomar un tren que los devolviese a casa.

Los vagones venían repletos de gente, no cabía un alfiler en ellos. Sin pensarlo dos veces, mi abuelo tomó a su mujer por la cintura, la alzó y la metió como pudo por la ventanilla de uno de aquellos, para asombro y regocijo de los viajeros.

- ¡Señora, señora, mis piernas, mis piernas! – se quejó un sujeto sobre el que ella cayó sin que le diese tiempo a reflexionar sobre lo sucedido.

- Al muy tunante no le pasaba “na”, pero qué escándalo armó – contaba.

Después subió mi abuelo como pudo, haciéndose sitio a codazos, al tiempo que pifiaba la locomotora. El tren se puso a andar muy despacio, lento por la carga de supervivientes. La guerra había terminado.



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