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domingo, 18 de diciembre de 2022

Noche de guerra, en el Prado

Creo recordar que fue en noviembre del 78 cuando estrenaron en el teatro María Guerrero de Madrid la pieza teatral de Alberti titulada Noche de Guerra en el Museo del Prado, nunca representada en España, dicho sea de paso. Si no fue entonces fue poco después, no quiero pillarme los dedos. 

Mi padre, incondicional de las plateas, no se perdía un estreno. Eran los años trepidantes de la Transición y todo lo que fuese sinónimo de transgresión lo atrapaba como espectador. Ya estaba curtido en obras de un día, de esas que se estrenaban e interrumpían las fuerzas del orden por orden gubernativa. Nunca se cansaba de contar la anécdota de que había asistido a la representación de Esperando a Godot, de Samuel Beckett, antes de la inoportuna intervención de la censura.

Ese ir y venir de teatro en teatro era parte de su existencia. También la política. Estar al tanto de lo que sucedía en el país también era otra de sus pasiones. Cuando volvía del trabajo se acomodaba en el sofá de casa con el periódico en una mano, el transistor en otra y los ojos puestos en el televisor para no perder ripio de lo que acontecía. Así lo cuenta mi madre. Yo también guardo esa estampa en la memoria, por lo que puedo acreditar que era cierto.

Pero el tema de la presente era el asunto del poeta del Puerto de Santamaría, comunista y amigo de Lorca, que también se había pasado al teatro y traía a los escenarios una de sus célebres y emblemáticas creaciones. Mi padre no podía dejar pasar tal oportunidad, y en esta ocasión pensó en mi hermano y en mí para completar su dicha.

He de decir, y no es por presumir, que mi progenitor intercambió en dos ocasiones palabras con Alberti. La primera a raíz de una adaptación teatral de La Lozana Andaluza, de Francisco Delicado. Al acabar la representación tuvo la osadía de asaltar al autor de la adaptación y señalarle la de veces que se pronunciaba la palabra puta en la misma. La apreciación debió hacerle gracia porque Rafa le contestó qué más aparecía en el texto original y que él había reducido su número a menos de la mitad.

Y la segunda vez fue en Roma, coincidieron una noche junto a la Fontana de Trevi. Iba acompañado Alberti de dos gachís impresionantes, según lo cuenta. Si bien el artista no lo reconoció, sí afirmó recordar la anécdota cuando se la expuso mi padre, por lo que éste se vino tan contento de la ciudad eterna.

Pues el caso, como ya dije, retomando la historia original, es que la tarde del estreno nos llevó sin avisar ni consultarnos, que lo hacía por costumbre, al teatro María Guerrero, cuya puerta estaba abarrotada. Juro que ese día no cabía un alfiler en aquel atrio. Estoy convencido de que, como pasa en todas las grandes concentraciones, allí se vendieron más entradas de las que asientos había dentro. Menudo jaleo de gente fumando y dándose codazos, amén de los que intentaban colarse como el que nada a contracorriente.

Pero antes de acceder al recinto el punto estuvo en la taquilla, porque mi padre compró las entradas y la obra no era autorizada para menores de 18. Resulta que en una de las escenas se le veía a una actriz una teta y aquello no era para niños, por lo menos para los que ya andan. Él obvió el aviso, pese a que estaba a la vista de todo el mundo y era bien grande el letrero.

Recuerdo perfectamente el momento en que nos detuvo el portero, vestido de librea. Un tipo canijo con cara de malas pulgas. Mi padre se puso tan cordial como acostumbraba en los momentos difíciles e intentó convencer al de la gorra de plato de que teníamos 18 y 16 cada uno, cuando en realidad teníamos 13 y 10 mi hermano, igual menos. No sé qué razones dio a aquel hombre, que no hacía más que mirarnos de arriba abajo sin mucha convicción, siendo más que evidente que aún no nos afeitábamos. Creo que los dos pusimos esa cara de malos que habíamos visto en tantas películas para asemejarnos, al menos, a los hermanos Malasombra.

Mi padre con 13 se ponía un mono y se colaba en los cines de Úbeda, y creía que esa triquiñuela podía funcionar con nosotros, pero es que parecía olvidar que no teníamos tal ropa de trabajo y que Madrid no era su pueblo.

Lo cierto es que no sé si fue por el follón que había en la puerta, porque el cerbero se tragó la bola, o simplemente porque le importaba un comino, terminamos colándonos entre la barahúnda hasta alcanzar la plaza que señalaban los tiques. Allí no cabía un alfiler. Y he aquí que nos acomodamos como pudimos en un palco abarrotado de gente, como sucedía en el resto y la platea. Ni te cuento en el gallinero. Incluso público había sentado en los pasillos. 

- Que pasen los chicos delante – dijo un tipo grandón y mi padre daba las gracias al común como un japones agradecido.

Por deferencia, nos permitieron a los dos situarnos asomados a la barandilla, agarrados a esa como el naufrago a un madero. Desde las alturas contemplamos el mar de la multitud.

Un señor muy mayor, que no me quitaba ojo y estaba sentado en el palco anexo me preguntó por nuestra edad. Yo añadí otro año más por cabeza por si quedaba alguna duda al respecto y puse cara de póquer mientras él meditaba la respuesta. Yo creo que mi hermano estaba más perdido que aquel curioso.

Por suerte se apagaron las luces y empezó la obra. Todo quedó en silencio.

Qué sorpresa fue para mí ver a un tipo en el escenario, rodeado por el haz de un foco, presentarse como el autor de la obra, pues yo conocía a Alberti de la tele y aquel se parecía más al actor Juan Diego, pero no le di más importancia pues no tardé en seguir el hilo de la comedia. Madrid estaba en guerra y los cuadros del museo se iban a guardar en el sótano, y los personajes de estos cobraban vida una vez que se quedaban a solas y se daban un garbeo por las salas. Revivo el hecho de que asomó uno de los enanos de Velázquez por un lado y el rey Planeta por otro, y algo gracioso se decían mientras se paseaban de aquí para allá porque el público se carcajeaba a ratos. Más tarde entró Venus y Adonis, haciendo muchas contorsiones, ahí nadie reía, pero desde tan lejos como estábamos no vimos teta ninguna, aunque creo que la actriz no tenía mucha.

Sin darnos cuenta estábamos en la Guerra de la Independencia y después de carnaval. Por fin asomó otra vez Alberti, se encendieron todas las luces y el teatro entero rompió a aplaudir. Ni mi hermano ni yo nos quedamos atrás, donde fueras haz lo que vieras.

Terminó la función y volvimos a casa. En el trayecto de vuelta mi padre nos ilustró con alguna que otra aclaración sobre el libreto, mi hermano tuvo el acierto de dormirse. 

Al día siguiente teníamos clase. No recuerdo haber comentado nada a mis amigos de la aventura, ni de la guerra ni del Prado. Me parece que el tema ese día en el patio era la última de Starsky y Hutch, que nos habíamos perdido. Menos mal que Alberti nunca supo de eso.

 


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