Se llamaba Angélica y me dio un guantazo por pegar un moco en el marco de una puerta. Fue en el colegio, ella era la directora y yo un mocoso de 4 años. Todavía me duele la mejilla izquierda si recuerdo, como ahora, el hecho.
Salíamos al patio en fila india, que es como entonces se iba a todas partes, vestidos con nuestro baby blanco de líneas azules que se cruzaban y formaban cuadraditos, apoyando la mano derecha en el hombro del compañero, supongo que para no perdernos o porque era el uso, y ajenos por completo al progreso de la civilización cristiana. En esos instantes yo me imaginaba vaquero. Ya llevaba sobre la cabeza sombrero de ala ancha, cartucheras y pistolas al cinto, botas con espuelas y un pañuelo rojo a la garganta. Se acercaba el momento de reclamar mi rol de sheriff, que hacía todos los días subido a un banco de madera. No tenía un momento que perder, la competencia por el cargo era grande. Incluso notaba entre las piernas agitarse a Relámpago, que era el caballo que me acompañaba a todas partes, y ya lo hacía con cierto nerviosismo, consciente de que tocaba recorrer las grandes llanuras.
Al pasar por la puerta del despacho de la mentada, noté algo muy molesto en el interior de mi nariz. Era una sensación insoportable, picaba y me impedía respirar, por lo que decidí librarme de ella. Sin más tiempo a la reflexión introduje el dedo índice, que ya era colt, en el orificio nasal, como experto otorrino, y extraje el objeto responsable de la obstrucción, una masa gelatinosa de un verde limón llamativo que envolvía una pequeña piedra marrón oscuro, tan grande como la cabeza de una chincheta. Lo observé con atención un instante, no dejaba de ser muy llamativo, tenía su atractivo, provocador como un seno, he de confesarlo.
Sin más preámbulos, que la curiosidad fue un instante, deposité dicha criatura en el lugar más apropósito que encontré, que no fue otro que el descrito al inicio del relato. Deslicé como un pincel sobre el lienzo mi dedo y allí quedó parte de mi persona, una firma indeleble de mi paso por aquellas aulas de las que guardo gratos recuerdos amén de muchos palos.
- ¡Guarro! – gritó desacompasada la señorita Angélica, muy repintada, (así la recuerdo), haciendo acto de presencia en mi vida, que hasta entonces ignoraba y no me parecía muy distinta al mobiliario que llenaba aquel reducto.
Y me arreó un soberano tortazo que me hizo escuchar campanas, (como lo cuento). ¡Qué fuerza tenía aquella mujer! Por algo era la que mandaba. En las aulas siempre mandan los fuertes, como ahora.
No me preguntes, querido lector, por la suerte de mi compañero, ese hijo huérfano que dejé pegado allí, ni por la persona que se encargó de apadrinarlo o borrarlo definitivamente del lugar que ocupó, porque lo ignoro. El oeste americano me esperaba fuera. Sin detenerme a recibir otra, corrí a reunirme con mis amigos, notando la brisa agitar mis cabellos, y reclamar en vano entre la multitud el papel que me correspondía, pues llegué tarde, y hube de conformarme con el de ayudante, porque hasta el de comisario estaba cogido. Ese día fue raro, ¿recuerdas, Relámpago? Ese día no fui el sheriff.
Angélica, no te olvido.
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