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sábado, 19 de noviembre de 2022

El primer libro ajeno

El primer libro que robé se titulaba La isla del tesoro, de R. L. Stevenson, una edición de Austral. Con esto no quiero decir que haya robado muchos más, aunque conservo algún que otro préstamo que no he devuelto a su propietario y eso casi que viene a ser lo mismo. El hurto que menciono al principio se llevó a cabo en una librería de mi barrio, La García Lorca. Era un establecimiento amplio, con forma de L. En la parte del fondo tenían una salita para la lectura con mesas y sillas muy cuca. Uno de los dueños era el cura de la parroquia del barrio, y comunista. Por aquel entonces la tienda había sufrido el asalto de jóvenes fachurros, simpatizantes de Fuerza Nueva y la tontería de los bates de béisbol. Pero sobrevivió a los bárbaros. Estábamos a finales de los 70, tendría yo la tierna edad de 12 años y mucha inconsciencia; a nuestro alrededor sucedían grandes cosas y muy de prisa.
La sustracción del libro se efectuó como se acostumbraba. Un grupo de cuatro o cinco mocosos entraba en la librería cuando había más gente y estos se repartían estratégicamente entre los clientes, pero sin plan previo. Unos daban conversación al dueño o a los horteras y otros iban camuflando libros donde les permitía la indumentaria. Yo actuaba de mula. Llevaba la cartera colgada a la espalda y abierta. Allí se iban depositando los libros que alguno de mis colegas aligeraba con desenvoltura de las mesas o estanterías.
La gran aventura culminaba en la calle donde se comprobaba el género. La mayoría eran libros poco atractivos, su elección no obedecía a ningún criterio. Recuerdo que una de aquellas veces alguien se hizo con el Paracuellos de Carlos Giménez, lectura que hicimos en común y nos marcó como hombres, pues despertó nuestra conciencia.
Una vez rematada la travesura, los libros terminaban en cualquier parte. En ocasiones se vendían. Tuve la oportunidad de conocer a una señora muy ponderada que nos los compraba sin complejos.
- ¿Estos son los niños que los roban? – preguntó al que nos guiaba.
- Estos no, son otros – respondió oportuno mientras los demás poníamos cara de Bambi.
Y se convirtió en cliente fija.
El del tesoro terminé regalándolo, no soportaba el arrepentimiento y decidí deshacerme de la prueba del delito. Ahora acostumbro a desembarazarme de los que tengo. ¿Dónde andará aquella mujer? Creo que me enamoré de ella.


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