Hace tiempo que hice firme propósito de no comprar más libros hasta leer todos los que almaceno en casa y más o menos es un objetivo que vengo cumpliendo con cierta escrupulosidad estos últimos meses. Y digo más o menos porque no dejan de entrar por la puerta esos pequeños bloques de papel y letras, que uno a uno tanto ocupan y sirven de asiento al polvo, o de océano a los pececillos plateados que se sumergen en ellos. Unos porque son obsequios y otros recogidos, huérfanos de lector; alguno incluso del contenedor de cartones, que de todo hay en estos. Aquí tengo a mis pies, sin ir más lejos, mientras golpeo estas letras, diez volúmenes desahuciados, formando una columna salomónica, compañeros de otros tantos que descarté de acoger por ya tenerlos en otra edición, quizás menos lujosa pero no mutilada. Para estos como para otros ya no hay estantes, pero esperan pacientes su turno para ocupar otro espacio, en la sentina de mi alma. Algunos llevan más de 20 años en cola, pero no los olvido: de cuando en cuando les acaricio el lomo. Otros permanecen todo ese tiempo, y más, ocultos, y en ocasiones se convierten en inesperados aparecidos, para volver a esconderse entre la multitud que los rodea por otra serie de lustros. Y no sería la primera vez que uno de estos fuese mellizo de otro nuevo, y acudiese del olvido a reclamar sus derechos de primogenitura. El caso es que, por no alargarme, y a esto quería llegar, pese a mis esfuerzos, no dejan de multiplicarse, de rodearme, de recordarme, de exigirme. En ocasiones les amenazo con el fuego, pero me devuelven su silencio, su total indiferencia, que es como una siniestra carcajada, la de una lujosa tumba que no precisa de acoger un cadáver para conservar su riqueza.
El empeño es firme, ya digo, como frente a otro cualquier vicio, y, como tal, del todo inútil.
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