Cucarachas o corredoras, porque así se las llamaba en las novelas del 98 y primera mitad del s.20. Eran habituales en los cafés de las tertulias, donde se reunían los literatos, unos más viejos y otros más jóvenes, entonces, (ahora todos están muertos). Estos insectos que no respetan nuestra intimidad y asoman las antenas por el desagüe de la ducha o detrás del inodoro, para llevarse un pisotón o, con suerte, un susto, compartieron en el pasado asiento con las grandes figuras de nuestra Edad de Plata. No era raro verlas corretear por los divanes de Fornos, Antiguo o Pombo, y refugiarse en los pliegues que les ofrecían los asientos corridos o, en arriesgado equilibrio, bajo las mesas de mármol y patas de hierro; y también, hay que decirlo, en las selváticas barbas de los bohemios o el sobaco de las prostitutas que los acompañaban. Allí se alimentaban de los posos de café, las manchas de chocolate o la pringue aceitosa de los churros. Ah, dichosa criatura, amiga de la miseria humana y visitante nocturno, pequeño vampiro que nos susurras al oído pesadillas o te cagas en nuestro cepillo de dientes. ¿Cuántas de ellas no debieron anidar en el viejo abrigo de Alejandro Sawa, la boina de Pío Baroja o las pelucas de Ramón Gómez, (de la Serna)? ¿Cuántas no correrían por los hombros de Unamuno o a los pies de Lorca y José Antonio? ¿Acaso no se refirió Cansinos Assens en alguna ocasión a ellas mientras Borges, cegado por su maestro, no las veía? Ruano aplastaría colillas sobre sus cabezas.
¿Pero, por qué, te estarás preguntando paciente lector, (tal vez lectora feminista), presento a este bichejo, que no acogería en su casa ni siquiera un incondicional de una sociedad protectora de animales, con tanto adorno y tanta letra? Tú también sufres de blatofobia, lo sé.
Es por lo que sigue, por una de esas lecciones crueles que te da la naturaleza cuando menos te lo esperas, ese bofetón de madre que sabe que le debes la vida y se aprovecha. Le dicen sabia, pero es muy cruel. Y es que andaba yo hoy perdido por la calle, mirando por donde ponía los pies, (cosa extraña pues siempre busco las azoteas), y tropecé con una estampa inaudita, por mi corta experiencia en tales lides, que no olvidaré. Dos avispas habían paralizado con su aguijón a una cucaracha que las doblaba en tamaño y envergadura, y la estaban devorando con ahínco. Era extraordinario el contraste entre el amarillo limón de ellas y el meloso de su presa, tanto como dramático. La escena podría servir como excusa para un escudo, de estar en el Renacimiento, si uno sirviese a un poderoso señor, o, también, en los tiempos que corren para dedicarle unas letras a la víctima, porque no es cuestión de guardarla entre las páginas de un libro , seamos serios, a menos que sea de Francesc Español Coll.
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