De Lorca se ha escrito y se escribe tanto que tarde o temprano nacerá una disciplina llamada Lorcalogía. Es el destino al que parecen condenados los que se convierten en dioses, es decir, que se confunden con el mito, y terminan su vida en el ara del sacrificio.
A cuento de su desaparición, que parece lo único seguro de cuanto nos han contado, podría mencionar, por darme notoriedad, algún que otro detalle del personaje, que ha quitado protagonismo a su obra, al que sigo desde niño por aquello del lagarto y la lagarta con delantalitos blancos, que recitaba con seis años frente a un magnetofón pese a la férrea censura franquista y que aún conservo en cinta para el que quiera oírme versificar con una voz que ya no es la mía.
Pero prefiero contar una anécdota que me ronda siempre la cabeza cuando topo con este Orfeo patrio, que es la que sigue. Siendo mi padre fan incondicional del vate, (en casa tenía una edición de las obras completas, la de la editorial Aguilar), no perdía ocasión de leerme o darme a leer poemas, y llevarme a ver guiñoles, de tan celebrado artista. La cosa no quedó en la infancia, sino que se prolongó en mi madurez, que para colmo coincidió con la emisión en TVE de la serie de La muerte de un Poeta, dirigida por Bardem. No puedo negar que me marcase su vida y dramática muerte, pero afortunadamente la corriente del río me hizo varar en una orilla y así descubrí a otros autores contemporáneos suyos, absolutamente ignorados, pero más interesantes.
Mas no era esa la historia que quería contar sino la que tenía como protagonista a mi padre. Se empeñó el hombre en que no me perdiese una representación de La casa de Bernarda Alba que tendría lugar en el Gran Teatro de Córdoba, por una importante compañía, figuras célebres del mundo escénico del momento. Además, los decorados eran del taller de un amigo suyo, que tenía a sus espaldas la labor de generaciones de tramoyistas.
En fin, resumiendo, que para que no perdiese detalle me consiguió entrada en primera fila, junto al pasillo central, que según él era desde donde mejor se oía. Y tenía razón.
El caso es que, desde aquel privilegiado lugar, si bien lo escuché todo, lo que mejor pude ver fueron los tobillos de las artistas, (circunstancia que me hizo viajar a la época de Calderón), y los escupitajos que las hijas de Bernarda lanzaban cuando se revolvían contra la tirana, detalles que no hicieron sino despistarme bastante y no seguir adecuadamente el desarrollo de la historia. Para colmo, desde mi posición, veía perfectamente las trampas del decorado, no pude gozar de la ilusión que crea el ojo si ve el escenario de lejos pues no era ese mi caso. El cuarto del fondo era muy estrecho, la cama no más larga que una silla y por el lateral se veían cuerdas, cables y focos, incluso algún operario. Con tan cantidad de distracciones era difícil concentrarse. Como remate, en el momento cumbre, la ahorcada no era sino una falda con unas piernas de mentirijillas.
Pero bueno, lo que quería contar en concreto era el brete en el que me hallé al bajar el telón. Al principio, bien, me puse a aplaudir como todo el mundo. Pero como los artistas eran tan famosos y según el parecer del público lo habían bordado, los aplausos se redoblaban. Yo, naturalmente, no me quería quedar atrás y chocaba mis manos con frenesí. Los actores no hacían más que acercarse cada vez más al foso, hasta el punto de que cuando se inclinaban casi que podían besarme la frente. En tales circunstancias, yo no hacía sino arrugarme aún más y más, del modo que lo hace un globo que pierde aire. Aquel aplauso no parecía tener fin y advertí que la gente se empezaba a levantar para hacerlo de pie. Yo era incapaz de incorporarme, temía abofetear a alguno de los actores, casi podía tocar sus caras. A mi alrededor oía comentarios del público del que formaba parte. Se animaban unos a otros a abandonar sus asientos por tal o cual actor o actriz y festejar su éxito por todo lo alto.
Por mi mente, desgraciadamente, cruzaron las palabras de una de las estrellas allí presentes que, en una entrevista reciente, celebraba que todo el teatro se ponía en pie en cada representación. Empecé a sentirme culpable porque sabía que en esta ocasión no iba a ser así. Llegó el momento en que efectivamente todos los espectadores se habían levantado y aplaudían a rabiar, y yo seguía sentado, escondido tras mis manos enrojecidas. Fue en ese instante cuando me percaté de que todos los actores tenían puestos los ojos en mí, podría jurar que inyectados en sangre, y me sonreían enseñando los dientes muy apretados, como el que hace un gran esfuerzo. Creo que nunca nadie me ha examinado de ese modo. Sin quererlo ni buscarlo me había convertido en el protagonista de un nuevo remate a la obra. Yo quería que el suelo del teatro se abriese y me tragase definitivamente, rodeado de butacas, zapatos, cuerdas y focos. Me hundía y me hundía en la butaca, pero no sucedió lo que soñaba.
Resistí como un gato panza arriba aquel suplicio interminable, devolviéndoles a mis jueces una sonrisa de circunstancias, pero sin dientes. Afortunadamente, los aplausos fueron menguando, poco a poco, hasta apagarse definitivamente, igual que las luces y la magia. Por fin los figurantes se retiraron a la oscuridad del cartón piedra, convertidos en gente, no sin lanzarme alguna que otra mirada reprobatoria, y, al perderlos de vista, pude respirar tranquilo. Aguardé a que se despejase la platea, por si alguien más me vigilaba, para abandonar definitivamente el coso. Nada más que añadir, sino que salir a la calle fue como echar a volar.
Muchas veces he rememorado aquella escena, verdaderamente dramática, y me he consolado imaginando que los que me estudiaron desde el escenario debieron concluir que no era más que un inválido. Quiero consolarme así, pero creo que se dieron cuenta de que junto a mi butaca no se apoyaban unas muletas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario