André, André Gide, el de los monederos falsos, amigo de Marcel, Marcel Proust, que perdía el tiempo y lo buscaba. Pues ese, el primero, el que tiene unos diarios muy gordos en todas las librerías, de edición de bolsillo y tapa dura. El mismo. A él me refiero al referir la anécdota que sigue. Se dirigió un día a visitar al joven Picasso, que empezaba entonces, porque algo había oído hablar de él y se ve que bien. Se plantó en el estudio de éste, cuando lo tenía por el Sacré Coeur, en la rue Ravignan, y llamó a la puerta, con timidez primero, usando suavemente los nudillos, y cabreo después, a puñetazos, porque no le abrían. ¿Qué se habría creído ese asqueroso español? Sin éxito.
Después, mas tranquilo, recuperada la compostura y el resuello, una vez que las liberadoras gotas de sudor se resbalaban por sus patillas, meditó y llegó a la conclusión de que el cubista debía haber salido. Y decidió dejarle su tarjeta, que deslizó por la rendija de debajo de la puerta, aplazando así la reunión sin previa cita para nueva ocasión.
Pablo, al otro lado, recogió la cartulina cuando asomó a sus pies. No estaba para visitas. Eran esas horas en las que pintaba o se beneficiaba a Fernande, desnudo siempre, que todo le molestaba. Así, sin calzoncillos, leyó el nombre del visitante, mientras se rascaba la nalga. No le prestó más atención, estaba con los pinceles, y después de hacer una pelota con ella la arrojó a la estufa, que estaba vacía y helada. Fue la primera y última vez que Picasso leyó algo de Gidé.
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