Visitaba Pérez Galdós, Benito, en compañía del afamado pintor Arredondo la ciudad imperial de Toledo. Tras mucho deambular por sus laberínticas callejas, se llegaron al convento de San Pablo, donde las monjas custodiaban el cuchillo con el que había sido degollado el santo. Allí las hermanas les señalaron la pieza. Pidió permiso el escritor para mirarla de cerca y la superiora se lo concedió con la condición de hacerlo en su mismo despacho. Tuvieron ocasión así de inspeccionar la reliquia, de brillante hoja damasquinada y vaina de terciopelo, para identificar los restos de sangre del santo judío. Salió la superiora un momento, a despachar unos dulces, y aprovechó Benito el filo del arma para sacarle punta a un lápiz que usaba para tomar apuntes en un cuaderno de viaje. Volvió la monja, le dieron las gracias y obsequiaron a la comunidad con una limosna generosa para que saliesen de las estrecheces de la regla. Días más tarde, el lápiz quedó sin punta y tuvieron que buscar otro remedio, que no era cuestión de abusar de la orden siendo Toledo ciudad de espadas.
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