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lunes, 16 de septiembre de 2024

Oro nazi. Capítulo3. Una petición.



Al día siguiente, las cosas transcurrieron igual que si no hubiese sucedido nada especial el anterior. Cada cual retomó su rutina.  Incluso José, pese a la velada advertencia, tuvo puesta la atención en otros asuntos.

El señor Helmut bajó a desayunar a la cocina, cuando el resto de los huéspedes se había marchado a la playa. Pablo le atendió solícito, pues su madre había salido a comprar. El huésped no era muy exigente, sino frugal en su alimentación. No probaba la carne.

Comió sin mediar palabra, como acostumbraba.

El niño creyó oportuno facilitarle un diario local, porque, en ocasiones, había visto a su madre ofrecerlo a alguno de los residentes, que gustaba de hojearlo, aunque tuviese días.

El señor Helmut no le prestó mucha atención, ojeó con cierta indiferencia la primera página, mientras daba cuenta de la comida que tenía en el plato, unas deliciosas tostadas de pan con aceite, recreándose en cada bocado. Pero cuando acabó con ellas, sacó del bolsillo de su camisa unas lentes, tomó el periódico, lo abrió y repasó muy pausado la página de anuncios por palabras con ayuda del dedo índice.

En uno de aquellos se detuvo y en su frente se marcó un pliegue. A continuación, miró en derredor, estudiando con atención la sala y atento al menor ruido. Cuando se aseguró de que no había nadie más en la casa que los niños, rompió su silencio.

- Oye, secretario, quiero encargarte una importante misión. ¿Puedo confiar en ti? – le preguntó al anfitrión esbozando una amplia sonrisa.

Pablo asintió. Su hermana, que jugaba con un gatito bajo la mesa, permaneció ajena a la proposición.

- Buen chico. Escucha con atención. Si ves a alguien por el pueblo que no sea de aquí y le falte un ojo, corre y ven a avisarme. ¿Lo recordarás?

El niño volvió a asentir, pero hizo una objeción.

- Pero a este pueblo viene mucha gente de fuera.

Helmut sonrió mientras apuraba su café.

- Sí, estoy seguro. Pero a la mayoría no le falta un ojo.

Pablo enmudeció y permaneció pensativo.

- ¿Estarás atento?

- Por supuesto – respondió el niño, tocado en su amor propio.

- Buen chico – repitió Helmut y acarició la cabeza del pequeño.

- Pues yo he visto a un hombre sin cabeza – respondió la niña, sin que nadie hubiese reparado antes en su atención.

El señor Helmut rio con estridencia por la salida de tono de la envidiosa que, sorprendida de su propia incoherencia, rompió a reír también.

- Pues si lo vuelves a ver, corre a avisarme – recomendó con sorna el huésped -. Le pondré una.

Dicho esto, no volvió a producirse otra petición por su parte. Los niños se refugiaron en el deleite del ocio que proporciona el estío y Helmut se retiró a su torre.

El verano fue pasando y llenando de lances y peripecias la tediosa vida de aquel pueblo. Nada perturbó la paz de la casa salvo el constante trasiego de huéspedes. Rosa y José celebraban las ganancias obtenidas y fantaseaban con la necesidad de hacer otra ampliación a la casa para recibir a más turistas.

La animación crecía. El pueblo se llenaba de vida y de voces, jolgorio y fiesta. Los nativos se convertían en afables anfitriones y en el intercambio de ideas aprendían nuevas costumbres. De algún modo las cosas cambiaban poco a poco sin que nadie lo apreciase. Donde antes había intransigencia iba surgiendo tolerancia. Incluso el párroco moderaba su discurso, tal vez por cansancio, quizás porque ya no existía la novedad y todo resultaba previsible.

Un día, cuando agosto tocaba a su fin, el matrimonio hizo números y advirtieron que el señor Helmut aún no había pagado.

- Habrá que recordárselo. Pero no me atrevo. Es un hombre muy educado, pero muy serio. No quiero ofenderlo.

- Yo me encargaré. De mañana no pasa – murmuró José.

Al día siguiente, aprovechando la quietud de la noche, se hizo el encontradizo con el huésped, como si también hubiese salido a pasear y coincidiesen por casualidad en el camino.

- Buenas noches.

Helmut se sorprendió un instante, pero al reconocer a su casero, recuperó la compostura.

Un coche surgió de la oscuridad y les iluminó un instante con sus faros. Desapareció en un santiamén tras el recodo.

- José. No te esperaba. ¿Dando una vuelta?

- Hoy tenía ganas de bajar al pueblo.

Los dos hombres caminaron en silencio unos pasos.

- ¿Le gusta este lugar, señor Helmut?

- ¿Por qué lo preguntas?

José aprovechó para sacar un cigarro.

- ¿Quiere uno?

- No fumo. Gracias.

- Son americanos.

- Bah.

José se quedó un poco desconcertado, pero, firme en su propósito, se volvió al acompañante para exponerle su preocupación.

- Veo que le ha gustado el pueblo. Es el único huésped que va a pasar todo el verano aquí.

- Sí. Estoy muy a gusto. Quizás me quede aquí más tiempo.

- Eso me parece extraordinario. En la casa pronto quedarán habitaciones libres. Podrá ocupar otra mejor, si quiere.

- Estoy bien en la que estoy. Pero lo pensaré llegado el caso.

La carretera estaba silenciosa. Del pueblo llegaba ruido de músicas y se escuchaba lejano, y confundido con el ronroneo de las olas, el diálogo de la película del cine de verano.

- Señor Helmut – arrancó por fin José, tras dar una imperiosa chupada al pito -, no ha pagado usted todavía el mes de agosto. Si piensa quedarse más tiempo debería saldar su cuenta.

Helmut se detuvo en seco.

- Ah, ¿era eso? – dijo y rompió a reír.

José quedó perplejo, sosteniendo apenas el cigarro entre los labios.

- Por supuesto que pienso pagar. No pensaba salir huyendo sin hacerlo. Tendrás el dinero, José. No te preocupes, ni tú ni tu mujer. Estoy ahora mismo esperando culminar el asunto que me ha traído hasta aquí. No tardaré mucho en cobrar. Y os pagaré este mes, el que viene e incluso os daré una prima por la confianza. No sufras, muchacho.

El aludido se ruborizó por la oferta del otro.

- Señor, no quiero que piense que no me fiaba de usted.

- Deberías – dijo antes de sonreír de nuevo-. Para llevar un negocio a buen puerto no debes fiarte de nadie. Ni siquiera de mí, por mucho que pueda prometerte.

Así terminó la conversación, justo cuando pisaban el umbral de la puerta. Ambos se separaron y el extraño subió a su cuarto.

José aguardó hasta verlo desaparecer en la oscuridad del rellano. Esperó a escuchar el portazo y cuando se produjo éste, aún permaneció alerta al posible sonido de algo que delatase movimiento en el piso superior. Cuando se preguntó por lo absurdo de su comportamiento, arrepentido, salió al patio de la casa, lo cruzó y buscó la quietud del tálamo. Se reunió con su mujer en la cuadra. Ella estaba acostada en el jergón, pero despierta, iluminada por la aureola de una bombilla mugrienta y rodeada de insectos.

- ¿Qué te ha dicho?

- Que pagará – respondió él mientras se desnudaba.

- ¿Se ha molestado?

- Hazte a un lado. No.

- Menos mal.

Los muelles de la cama rechinaron cuando el hombre se dejó caer junto a su compañera. Quedaron en silencio, contemplando las vigas del techo, al arrullo del cricrí.

- Oye. ¿Tú sabes a qué se dedica este hombre? – preguntó José al rato.

- ¿Cómo?

- Que si tiene algún trabajo.

- No sé. ¿Por qué? – preguntó ella somnolienta.

- Dice que tiene aquí un asunto. Pero yo no lo veo salir en todo el día de su cuarto. ¿Tú lo has visto alguna vez?

- Nunca. Sólo al final de la tarde, cuando da su paseo.

- Qué tío más raro.

Rosa alargó la mano y apretó el interruptor de pera que colgaba del techo. De inmediato, las estrellas del exterior, que palpitaban al otro lado de la ventana, ganaron protagonismo.

- Duérmete – ordenó ella.

- Sí. Cuanto acabe el cigarro – dijo José, pero no pudo conciliar el sueño.

sábado, 14 de septiembre de 2024

Ediciones de Lorca durante el Franquismo






De 1963 es la edición de las Obras Completas de Federico García Lorca que conservo en casa, con prólogo de Jorge Guillén y epílogo de Vicente Aleixandre, Editorial Aguilar. Es una edición aumentada, según menciona la nota editorial que abre el libro. 2018 páginas con sus escritos: prosa, poesía, teatro y textos variados como cartas o entrevistas. La edición anterior, la cuarta, era de 1960, por lo que deduzco que la primera apareció a mediados de los años 50 del pasado siglo, veinte años después de la desaparición del autor. La edición incluye las fotos que todos hemos visto del personaje en cualquier otra antología o biografía, e incluso algunos de sus dibujos y partituras de sus composiciones musicales. No deja de ser llamativo que en plena dictadura pudiese adquirirse en cualquier librería un documento de estas características. La contestación más sencilla sería que la permisividad al respecto era el modo que tenía el régimen de lavar su crimen de cara a la comunidad internacional. Pero también podría deducirse que el pensamiento de Federico casaba bien con la ideología del régimen, puesto que en este tuvo buenos padrinos. Para concluir me gustaría detenerme en la foto que del autor se incluye al inicio del libro. Es un Federico varonil, heroico, una imagen distinta a la que acostumbramos a ver.

viernes, 13 de septiembre de 2024

Oro nazi. Capítulo 2. El huésped.



El verano empezó como el anterior. Poco a poco las casas del pueblo se llenaban de turistas, unos repetían y otros acudían por referencias. Las familias del lugar se iban sumando a la lucrativa actividad. Acondicionaban las viviendas y se deshacían en atenciones con los posibles clientes, fijando condiciones sobre la marcha. A la de Rosa, muy frecuentada, acudió un hombre de hombros anchos y pelo de color rubio, entrecano, muy recortado. Era un tipo imponente. Sus ojos eran azules y estaban escondidos tras gruesos pliegues de piel. Tenía un mentón poderoso y su boca dibujaba una mueca que hacía difícil imaginar un rostro sonriente en cualquier circunstancia. Vestía un traje negro e inapropiado para la estación. Su equipaje no era sino una gran maleta y un maletín oscuro que llevaba esposado con una correa a la muñeca.

Se presentó sin avisar, como tantos otros, golpeando enérgicamente la puerta de la casa. Cualquiera, por precaución o miedo, no le hubiese abierto. Pero Rosa no podía perder la oportunidad de ganar otro alquiler, pues el sujeto buscaba alojamiento. Le hizo sitio en la cámara, en el último piso, allí donde eran visibles las enceradas vigas de pino que sostenían el techo y no había más que un pequeño ventanuco, por el que podría salir un niño al tejado. No parecía un hombre exigente y pagó por adelantado, iniciativa siempre agradecida.

- Mi nombre es Helmut – dijo, en un castellano con fuerte acento extranjero.

Al subir la escalera, sus pasos marciales y pesados habían resonado en la casa. Pablo y su hermana, que jugaban en la cocina, acudieron a ver al nuevo, movidos por la curiosidad propia de los de su edad. No se hicieron los remolones para salvar los escalones que los separaban del huésped. Los dos traían los ojos abiertos como platos. Venían descalzos, sucios y despeinados. Lucía acudía con dos velas palpitantes del color de sus ojos, resbalando sobre el labio superior.

El extraño, sin embargo, lejos de incomodarse con su presencia, los recibió con cumplidos y elogios, afectuoso, cariñoso, como si fuese otra persona distinta a la que aparentaba, celebrando las virtudes de los hermanos. Rosa se sintió halagada.

Helmut se sacó un pañuelo del bolsillo y limpió los mocos a Lucía, que, indiferente a la higiene, no se alteró un ápice.

- Qué niña tan guapa. Tú pareces buen chico. Serás mi secretario – dijo, mientras le acariciaba la cabeza con la mano izquierda, a la que le faltaba el dedo meñique.

Pablo asintió, intimidado por el hombretón, satisfecho por la confianza que depositaba en él.

- Sólo tienes cuatro dedos – indicó la niña.

- ¡Lucía! – recriminó la madre.

- No se preocupe, son cosas de niños, mujer. Sí, lo perdí. Un día saldremos a buscarlo – les dijo, guiñando un ojo.

Después de las presentaciones, el recién llegado se deshizo del maletín, que depositó tras una destartalada caja de madera que hacía las veces de mesita de noche, abrió la maleta y empezó a repartir sus ropas sobre el viejo camastro que Rosa tenía allí preparado para las visitas inesperadas.

- Si necesita alguna cosa no tiene más que avisarme – explicó Rosa -. Vamos, niños.

- Ya, ya. Gracias – murmuró Helmut, muy concentrado en tan simple tarea.

Aquella vez fue la primera que intercambiaron unas palabras y también una de las pocas. El señor Helmut resultó ser un huésped muy reservado. No era hombre locuaz, característica, por otro lado, que lo asemejaba al dueño de la casa. Salió poco de aquel cuarto. Sólo cuando oscurecía y la noche invitaba al reposo o la reflexión avisaba de que iba a dar un paseo, pero no tardaba en regresar. 

Al día de su llegada y acomodo en la casa, el sargento de la guardia civil, don Antonio, fiel a su rutina, pasó y preguntó por los hospedados. Rosa le dio cuenta de los que allí descansaban. Al referirse a Helmut, el de la benemérita quiso indagar al respecto, por ser nuevo y singular. Lo habitual era recibir familias.

- ¿Cuál es su lugar de origen?

- Pues no me lo ha dicho, pero es extranjero, seguro, por el acento.

- ¿Cuál es su vehículo?

- Creo que vino en la Alsina.

- ¿Dónde puede estar ahora?

- Está aquí. No sale mucho – indicó la mujer.

- Dígale que queremos hablar con él.

- Ahora mismo se lo digo.

- No es necesario – respondió serio -. Que se pase por el cuartelillo cuando tenga oportunidad, pero sin demorarse demasiado.

Rosa respondió que por supuesto. Que no se olvidaría de decírselo en cuanto que lo viera. Y así lo hizo cuando el mentado bajó de su cuarto para dar su paseo al anochecer.

- Ahora mismo voy. No soy ningún delincuente – respondió, esbozando una tímida sonrisa, tras apreciar el gesto de preocupación en el rostro de la mujer.

- Es un poco tarde.

- La policía no duerme – respondió con sorna.

José llegaba en ese momento y se cruzó con él en la puerta. Casi tropezaron el uno con el otro. Le dejó pasar y lo observó hasta que desapareció por la carretera.

- ¿Dónde va el huésped? – preguntó a su mujer cuando entró en la cocina.

- Al cuartel.

- ¿A estas horas? – preguntó José incrédulo.

- Ha sido decisión suya.

- ¿Le falta algo?

- Nada. Es que vinieron a buscarlo los civiles.

José sintió seca la garganta.

- Ah, vale. Nosotros no sabemos nada. Solo se hospeda aquí – respondió el hombre, como si repitiese una lección bien aprendida o un conjuro que evitase males mayores.

Helmut regresó una hora más tarde. Escoltado por la pareja de la guardia civil. José, desde una de las ventanas de la casa, los vio llegar. Temió alguna mala jugada del destino. Pero advirtió cierta cordialidad entre las fuerzas del orden y su realquilado. Pudo comprobar que se despedían amigablemente. Cuando el extranjero entró en la casa lo abordó sin contemplaciones.

- ¿Algún problema, míster Helmut?

El aludido se sorprendió un instante. Después sonrió y recobró su habitual aplomo.

- Bien, bien, José. Ninguno… Eres tú el que parece tenerlos – respondió, con una misteriosa entonación y un guiño. Y sin añadir más, se retiró a su cuarto, dejando a su interlocutor con la palabra en la boca.

José endureció la expresión de su rostro y se fue a la cocina. Tomó una botella de aguardiente de un estante, llenó el culo de un vaso y lo bebió de un golpe.

- ¿Qué te pasa? ¿Por qué bebes a estas horas? – le recriminó su mujer al verlo actuar de aquel modo.

- Nada. Cosas mías – dijo, sacando un cigarrillo y llevándoselo a los labios -. ¿Y los chicos?

- Ya los mandé a la cama.

- Míster Helmut ya ha regresado.

- Ah, muy bien. ¿Y qué?

José se encogió de hombros.

- Habla poco.

El ruido que producían los grillos era ensordecedor. Cantaban con la aparente intención de hacer saltar la quietud de la noche en pedazos.

- Voy a dar un paseo – estalló el hombre, y los insectos parecieron enmudecer por un momento.

- No tardes.

- Cuanto acabe el cigarro – respondió, avivando de una chupada la brasa de la punta.

Se salió a la carretera y buscó un sendero que terminaba en otro cerro, donde crecía un higueral de chumbos. Cuando llegó, buscó amparo tras los brazos erizados de una chumbera y fumó a placer escuchado la redoblada macumba de los grillos. A lo lejos, en la sierra, advirtió unas luces que se encendían y apagaban. Tragó saliva y puso toda su atención en ellas. Después las luces se apagaron definitivamente. 

Sintió frío en el cogote. En el cielo titilaban las estrellas. El mar recogía la imagen luminosa de la luna y la zarandeaba sin moverla del sitio en el que caía. José escrutó la lejanía ignota e impredecible del ponto. Ensimismado, creyó oír voces pidiendo socorro en la lejanía, de ahogados tal vez, y se le erizó el bello de los brazos. Fue un espasmo de terror que amainó poco a poco, como el humo que se perdía en la lobreguez. Dio una última calada al cigarro y lo tiró a sus pies. Después de aplastar la colilla con la suela de la zapatilla de esparto regresó a la casa. A su paso se amortiguaba la melodía repetitiva de los insectos, que a él resultaba un murmullo acusador.


jueves, 12 de septiembre de 2024

La ciencia ficción en Benito Pérez Galdós

Por supuesto que entre capítulo y capítulo de la novela voy a seguir escribiendo entradas, la mía es la locuacidad del que advierte la proximidad del vacío. Hay historias o historietas que conviene contar porque tiene su punto el hacerlo, son curiosas. Sin ir más lejos, en la de Fortunata y Jacinta de Galdós, el protagonista loco u iluminado, Rubín, leía libros sobre la vida en otros planetas. La de las dos rivales es una novela de 1887, por lo que se deduce que Benito conocía la obra de Verne, porque De la Tierra a la Luna se publicó en la prensa francesa del 65, o igual la de otros autores que disfrutaban visitando por escrito el espacio interplanetario, (costumbre antigua que arranca de Luciano de Samósata, escritor del siglo II), y no conocemos.
" - Y qué lee?.. -dijo Ballester -. La pluralidad de mundos habitados... Bueno va... ¡Cualquier día me iba yo a ocupar de si había personas en Júpiter! Cuando digo que usted, amigo Rubín, va a acabar mal. Aquí para entre los dos: ¿a usted qué le va ni qué le viene con que haya gente en Marte o deje de haberla? ¿Le van a dar a usted algo por el descubrimiento? Tararí. Yo doy de barato - añadió luego, poniéndose a machacar en el mortero - que haya familia en las estrellas; es más, declaro que la hay. Bueno, ¿y qué? La consecuencia es que estarían tan jorobados como nosotros."

miércoles, 11 de septiembre de 2024

Oro nazi. Capítulo 1. La primera o la última casa.


 

La curva se enroscaba a los cimientos de la casa o la casa se acomodaba a ella. Era difícil precisarlo, cuestión de perspectiva.

Del mismo modo, dependiendo del viajero, la revuelta era la última o la primera de las muchas de la carretera, que serpenteaba así los desniveles que conducían o alejaban a uno de la costa. Era en sí muy cerrada, como el meandro del río que busca su origen y traza un signo sinuoso antes de morir en la desembocadura.

Para el autobús que acudía de Granada era aviso del remate, antes de detenerse definitivamente en la plaza del pequeño pueblo. Llegado a ese punto los pasajeros se removían, ponían la vista en la puerta como si no fuesen a poder salir o retiraban el equipaje de los portabultos superiores. Alguno sufría el vaivén del cambio de marchas o el tirón de los frenos, y pugnaba por no caer al suelo aferrándose en lo que pillaba más a mano, que solía ser un semejante.

Por el contrario, quien abandonaba el pueblo rumbo a la capital, miraba la fachada y determinaba que allí empezaba realmente el viaje, y se recostaba en el asiento para dormir o repasar los planes que le aguardaban en la capital, o hacía cábalas sobre lo que le deparaba el futuro.

Así, la casa que allí se alzaba servía de referencia al impaciente y de faro al despistado. También para dar el último adiós o el hasta pronto. Era una construcción imponente, por grande y vieja, que quebraba el paisaje accidentado de rocas oscuras y pardas, y, sin embargo, para los naturales, éste era inimaginable sin su silueta.

Constaba de tres plantas, de paredes de tapia y tejas morunas de color ocre, techos de vigas de madera y cañas; cuyas ventanas, las de la fachada, daban a la bahía y desde las cuales podía contemplarse el mar a placer hasta donde alcanzase la vista. Blanca, encalada para defenderse de la cegadora luz solar, pues se abría al sur. Tenía un patio trasero, refugio de umbría, con un amplio corral poblado de gallinas y varios conejos enjaulados, cubierto por una pérgola de tubos de hierro, diversos de forma y condición, oxidados y repintados, que sostenía una espesa parra con más avispas que uvas en las fechas que ambas proliferaban.

Estaba algo apartada, en las afueras, pero en un lugar que la hacía atractiva para los visitantes, exactamente en el borde en el que se iniciaba la depresión que remataba en la playa, que se encontraba, exagerando, pero no mucho, a un tiro de piedra. Y, como si alguien se hubiese molestado en demostrarlo repetidas veces, aquella no era de arenas finas sino de oscuras chinas, semejantes a almejas herméticas, que guardaban el calor de la mañana hasta mucho después del atardecer.

La mayor parte del año, la vivienda estaba habitada tan solo por sus propietarios, un matrimonio con dos hijos. Ella era una mujer natural del pueblo al que nos referimos y él un hombre de la provincia de Jaén, un forastero. Las malas lenguas decían que éste, un mozo bien plantado, la había engatusado para quedarse con la casa, que era de los padres de ella. Bien es cierto que Rosa, que así se llamaba, no era muy agraciada, y José, un tipo reservado, resultaba atractivo, pero entre ambos parecía reinar buena armonía y sentimientos recíprocos. Ello no fue óbice para que fuese conocido desde su comparecencia por el mote de Rosario.

Los hijos del matrimonio eran una chica y un chico. La pequeña no tenía más de cinco años y el hermano ya contaba con siete. Lucía era el nombre de ella y Pablo el de él. Eran gráciles de cuerpo y activos, muy inquietos, por crecer en el campo, lejos de la civilización, y no conocer límites, excepto los que marcaba el mar y la prudencia, pero educados en lo concerniente al orden del hogar y el debido respeto a los mayores. Su bronceado, espontáneo, fruto de la vida al aire libre, resultaba genético al forastero. El año se les iba en ir a la escuela, cuando era menester, ayudar en casa y jugar mucho por los alrededores. 

La vida de esta familia era muy monótona, el pueblo era pequeño y no había muchas oportunidades para trabajar, ni para el recreo más allá del que ofrecían los bares o las celebraciones religiosas, pero cuando llegaba el verano todo se transformaba. La casa se llenaba de extranjeros, visitantes del norte de Europa, que venían a pasar días o semanas, deseosos de paz, sol y playa, a descansar y a dejarse sus ahorros. Huían de las prisas y el trabajo. Entonces, Rosa y José alquilaban los cuartos, los que habitaban a diario o aquellos que estaban vacíos, y se acomodaban en la vieja cuadra del corral, para no perder una peseta. Año tras año, este negocio no hacía sino prosperar. No sólo para ellos sino para todos los vecinos del pueblo. 

Poco a poco los habitantes de aquel rincón de Andalucía iban cambiando sus tradicionales actividades económicas por otras más rentables. Las barcas quedaban varadas en la arena y las redes se amontonaban formando dunas oscuras. Sólo las huertas parecían resistirse al cambio, para satisfacer las necesidades de una población creciente en la canícula.

Con la llegada de los turistas, el pueblo, igual que nuestra familia, despertaba de un largo letargo. Cobraba vida. El desfile de caras nuevas e idiomas variopintos lo convertían en una pequeña Babel. Se producía un contraste violento entre los tipos locales y los foráneos, que acudían vestidos con pantalones cortos y amplias camisas de diseños abstractos o geométricos, faldas cortas, sandalias, gafas de sol con montura de pasta, pañuelos floreados y pamelas de colores. El desfile de modelos suscitaba comentarios y propuestas en las puertas de las casas donde las mujeres hacían corros. Tampoco los hombres evitaban hacerlos en compañía, al amparo de los vasos de aguardiente y el humo del tabaco.

Las calles se llenaban de bares improvisados y mesas metálicas. De su interior brotaban ritmos novedosos, mezclados con otros folclóricos. En las tiendas de comestibles se vendían productos nunca vistos, también revistas extranjeras o periódicos, aunque de días anteriores, o con semanas de antigüedad.

La playa de incómodos y puntiagudos guijarros era ocupada por caravanas y tiendas de campaña, sombrillas, toallas y esteras. Incluso se habilitaba un cine a cielo abierto en sus proximidades, que ofrecía por las noches filmes célebres y anticuados, pero que no parecían pasar de moda por ser recurrentes en aquella plaza: El ladrón de Bagdad o Aladino y la lámpara maravillosa, Mogambo o Río Grande, u otras; que daba pábulo a los más pequeños para soñar y jugar a genios o cacos, exploradores o vaqueros; y a los mayores para fantasear con lo que no fueron o no vieron.

Si en invierno la carretera apenas era transitada sino por algún que otro camión, la moto del cartero, el autobús procedente de la ciudad, rebaños de cabras, o compañías de maniobras, en verano la situación era completamente diferente. Las cunetas se llenaban de coches extranjeros, haciendo la vía aún más estrecha de lo que ya de por sí era, y el trasiego de vehículos de todo tipo era incesante. Pablo, el pequeño, se conocía todas las marcas y tipos que la recorrían.

La inconfundible y reservada pareja de la guardia civil ganaba protagonismo. Dejaba los montes y recorría las calles. Apuntaba matrículas y preguntaba por los visitantes en las casas que los acogían. Nadie omitía un detalle al respecto, las cartas siempre boca arriba para evitar tropiezos con la ley. En ocasiones se les veía parlamentar con el señor cura, muy alterado, escandalizado con las disipadas costumbres de los vecinos del norte, que estimaba contagiosas y peligrosas, de consecuencias impredecibles. Ellos le escuchaban sin inmutarse, recogidos en su severo embozo, y después volvían a su rutina. El clérigo, no contento, se marchaba en busca del señor alcalde o del maestro, en ocasiones recalaba en la tienda del boticario. A todos sermoneaba, sólo las beatas atendían sus quejas y en ocasiones rezaban el rosario a orilla del mar.

Era la época en la que podía verse a las centurias del Frente de Juventudes en las inmediaciones, haciendo sus interminables marchas y hogueras en la noche. Recorrían la calle principal a ritmo de tambores y trompetas, y se perdían en la lejanía arrastrando a algún curioso, por lo atractivo de los uniformes, la marcialidad de sus integrantes y las carreras de antorchas al amanecer.

El ejército también hacía acto de presencia. Atraídos por el barullo, los soldados del campamento cercano bajaban al pueblo. Lo hacían los domingos, por el permiso, bajo la atenta mirada de la Policía Militar, en grupo, dando voces y piropeando a las extranjeras. Llenaban los bares donde hubiese televisor, veían los torneos veraniegos de fútbol o escuchaban música moderna y bailaban allí donde hubiese una radio puesta. La mayoría no perdía ocasión de dirigirse a la playa a bañarse en calzoncillos pardos y ver suecas en bañador, para, una vez licenciados, contar lances imaginarios a los paisanos. Su presencia en el monte, decían los más leídos de los vecinos, tenía como objetivo intimidar al maquis, que había derivado en bandolerismo. La guerra había quedado atrás, muy lejos. Nadie parecía querer acordarse de ella. El tema, o no salía o moría en el más absoluto silencio.

Los días eran largos, no faltaban sucesos que contar, el pueblo se hacía rico, pero también en anécdotas. 

lunes, 9 de septiembre de 2024

Oro nazi, leyenda de un verano. Prólogo.



Oro Nazi, leyenda de un verano, es el libro que voy a subir por entregas. Algo así como hacían los literatos del XIX, que publicaban sus obras por capítulos en los periodicos. No es una novela situada en la antigüedad, cómo acostumbro, sino en la década de los 50 del pasado siglo. El argumento parte de una historia real, pero rodeada de la bruma que la convierte en leyenda. Cuando yo era niño se escuchaban relatos muy semejantes, que aunaban realidad y ficción. El oro que escondieron los moros, según la tradición popular, se convirtió en el de los refugiados nazis. De este modo, allí donde vivieron ocultos jerarcas nacionalsocialistas, generalmente en la costa andaluza, se suponía que se encontraban fabulosos tesoros. Este fue uno de esos cuentos que escuché más de una vez con los ojos muy abiertos. Le he añadido detalles de cosecha propia, pero siendo fiel al relato original. El tiempo y algunas lecturas me han demostrado que no todo fue fantasía. Tuve la suerte de conocer a algunos de sus protagonistas, pero he optado por cambiar nombres y disfrazar su personalidad, por respeto a quiénes ya no pueden contarlo. Espero que os guste, no tenéis más que seguirme.


domingo, 8 de septiembre de 2024

Tu amigo el librero, a ratos

No hay nada más peligroso para el lector empedernido que hacer amistad con el librero, porque para este último el primero es un cheque en blanco. Los años de experiencia me han demostrado que es conveniente cruzar pocas palabras con el sujeto del que me ocupo. No quiero decir con esto que no sea una excelente persona, seguro que lo es, (todos lo son). Pero no es menos cierto que, como buen vendedor, procura que siempre te lleves algo, o algo más de lo que expone en las estanterías o guarda en el almacén. El más peligroso de todos es el que ya te ha calado y antes de que repases las baldas te está enseñando unas novedades que no te interesan, o ese libro ignorado del autor que te llevaste la semana pasada, u otro que no tiene nada que ver, pero recuerda al que ya compraste aquella vez, o una recomendación que te hace por iniciativa propia, porque el libro cumple una función terapéutica, o porque le ha gustado a una chica muy leída que un día te quiere presentar, (pero con la que nunca coincides). En este proceso lento pero insistente llega un instante en el que no puedes entrar en la tienda porque sabes que no vas a salir de ella con algún petardo bajo el brazo, porque no está lo que buscas o lo que te hubiese gustado descubrir, y te lo han colado. Además, la confianza da asco, adviertes que el fulano se mete en tu vida, sabe de tu profesión y familia, y te da consejos, intenta adoctrinarte en cuestiones de música o cine, incluso cómics, o te da clases de política e historia. Es el momento en que decides que es conveniente recalar en otro establecimiento para reiniciar el programa. Lo malo de las ciudades pequeñas es que las librerías escasean o quedan lejos, y en El Corte inglés cada vez hay menos libros y sólo de presentadoras, aunque de ediciones caras. Qué lejos queda la colección Austral. Nostalgia del dependiente que te miraba con mala leche desde detrás de sus lentes, cuando tenías 15 años, y estaba deseando verte salir porque le descolocabas los ejemplares. Envejecer es muy malo, te pierden el respeto incluso los horteras. 


sábado, 7 de septiembre de 2024

Tropezando con García Lorca

Con precisión de reloj suizo, Gibson apunta que Federico García Lorca fue fusilado a las 4:45 de la madrugada del 18 de agosto del 36, y se queda tan ancho. Luego pierde la exactitud y afirma que fue el en camino de Víznar a Alfacar, pero no especifica el kilómetro; y también afirma que está en “alguna” fosa de esos parajes. Y ahí queda eso. Parece ser que el olivo bajo el cual fue asesinado el poeta, y donde algunos buscan agujeros de bala, no cuenta.

Según la versión oficial, (la actual), Federico fue asesinado por el régimen franquista. El problema es que Franco se convirtió en Generalísimo el 28 de septiembre y fue entonces cuando asumió todos los poderes del Estado. Es decir, que antes de esa fecha el régimen como tal no existía sino un número más o menos determinado de militares en rebeldía, campando a sus anchas, bajo la lejana dirección de Sanjurjo y Mola mientras Paco tomaba el Alcázar, (toledano, no la cerveza homónima).

Se insiste en que detrás de la muerte del poeta estuvo Queipo de Llano, por una supuesta conversación telefónica entre este y el gobernador Civil de Granada, (el militar Valdés), en la que el primero respondía a la consulta de qué hacer con el prisionero diciendo: “dale café, mucho café”. Pero tal frase, que era la que utilizaban los falangistas de la V columna para reconocerse entre ellos, (por lo de FE), no aclara nada. ¿Le estaba insinuando que vistiese la camisa azul?

Un tardío informe policial del 65, que estuvo muchos años oculto y vio la luz en el 2015, menciona la pertenencia de Federico a una logia masónica, Alhambra, (como la cerveza, van entrando ganas de tomarse una), con el apodo de Homero. Pocos dan crédito a la acusación, como tampoco a la de que era socialista o espía ruso. Gibson dice que tal documento confirma que el asesinato de Lorca no fue un “asesinato callejero”. ¿Era necesaria tal aclaración? ¿Alguien ha sugerido alguna vez que lo navajearon unos choris por no darles el reloj? 

Lo de que a Lorca lo bautizasen con el apodo de Homero tiene su sentido, puesto que ambos eran poetas, aunque en mi opinión le hubiese venido mejor Eurípides, pero igual estaba ya cogido. Federico escribió una obra teatral sobre Mariana Pineda, una célebre militante liberal en la última etapa del reinado de Fernando VII, que fue condenada al garrote por bordar una bandera con símbolos masónicos. ¿El autor sentía simpatía por la heroína o tenía otra razón para ocuparse de su martirio? ¿Guarda alguna relación su visita a Nueva York con la masonería norteamericana? Igual fue allí a un cursillo o rito de iniciación, no sólo a pasear con marineros.

En el informe aludido también se menciona que era “vox populi” que Lorca practicaba la homosexualidad, aunque no existían datos concretos en tal sentido. (Ahora brotan como flores en el erial tras las lluvias de primavera). Pero, tal denuncia, no parece significar que este fuese el motivo de su asesinato.

El misterio da para mucha literatura.


viernes, 6 de septiembre de 2024

Yo no me llamo Wyoming

Hubo un tiempo, y no hace tanto, que la gente me confundía con el Gran Wyoming. No lo digo en broma, no me gusta hacer chistes con este tipo de asuntos porque me vi envuelto en situaciones un tanto comprometidas. Yo notaba muchas de las veces que pisaba la calle, bien sea en la ciudad donde resido u en otras de la geografía española, las miradas inquisitivas sobre mi piel, los cuchicheos y codazos, y no comprendía bien la causa. Era una tesitura que revivía con cierta asiduidad, ya fuese cruzando un paso de cebra o saliendo de un bar, viajando en autobús o subiendo por las escalerillas mecánicas de El Corte Inglés. En ocasiones eran incómodos silencios, pero en otras advertía amenazas veladas, sobre todo en Madrid, zona de Aravaca. Una noche que paseaba por Córdoba, avenida del Brillante, me enteré de la película.

- Mira, ese es el Wyoming – dijo uno que me venía de frente.

- No, joder, es un tío que se le parece – le respondió el fulano que lo acompañaba.

Desde entonces cambié de peinado y dejé de levantar una ceja.  Ni siquiera me pongo tirantes.


jueves, 5 de septiembre de 2024

J. Sender, Ramón, era de novela histórica

A Ramón J. Sender hay que reivindicarlo como escritor de novela histórica, pionero del género. Es olvido imperdonable de los que cultivan esta modalidad no acordarse de los títulos de este autor cuando hacen una quedada, a saber: Bizancio, La aventura equinoccial de Lope de Aguirre, Carolus Rex, Mister Witt en el cantón, Tupac Amaru... El grueso se queda con el réquiem por el campesino, que se lee en una tarde, y piensan que no escribió otra cosa sino recuerdos de la guerra de siempre.


lunes, 2 de septiembre de 2024

De la de Médico de Familia

En unos de esos ataque de nostalgia que dan por las tardes tras la siesta, (el yoga español, así lo definía mi profesor de Historia del Arte de COU, Eloy), me acordé de aquella serie televisiva de Médico de Familia que, junto con Farmacia de Guardia y otras, amenizaban las cenas a finales de los 90. Después de bucear por las redes di con ella y en concreto con el primer episodio, que recordaba pero de otra manera, y me puse a verlo. La memoria reconstruye la realidad pasada para no olvidarla y luego, si tienes la suerte de volver a topar con ella, descubres que no se parece en nada. De aquella serie recordaba que los actores eran buenos y Emilio Aragón muy malo actuando. Sin embargo, ahora, vista treinta años después, los actores parecen sobreactuar y, sin embargo, Milikito resulta el más natural y auténtico de todos. Bien es cierto que aquella era una historia hecha a su medida, que le venía como un guante. Yo creo que fabricó una serie de ficción y se fue a vivir en ella, hay gente que puede permitirse ese lujo. Por lo demás, aparte del punto pijo que tenía, recuerdo también que no estuvo exenta de polémica. La historia estaba copiada de otra, que luego pasaron por la tele con Santiago Segura de secundario, y hubo denuncias, dimes y diretes, y el Miliki, padre de la criatura, quedó en entredicho. La nostalgia siempre es agridulce.