En la penumbra de la siesta los cuadros cambian de programación. Sobre el lienzo no está la composición de siempre sino otra muy distinta, que te afanas en identificar sin lograrlo.
Dudas entonces si estás donde debieras o no has conseguido salir de un sueño, en el que todo es aparentemente normal pero caprichoso. Un marco resulta ser así la ventana a la que te asomaste sin darte cuenta, que te daba ocasión de divisar un escenario inesperado, un sumidero que se asoma a una oscura cloaca, un agujero negro abierto a una nada esponjosa. Donde antes había un bello paisaje ahora unas figuras extrañas, si era un bodegón después unos rostros impersonales. Intentas identificar lo que tienes ante los ojos, pero se aferra a la superficie, como si fuese su tabla de salvación ante el ocaso que significa la vigilia. Es el último reducto al que se sujeta lo irracional. Poco a poco la luz y la razón borra esa estampa, y te devuelve la imagen de siempre. Es a la hora del sueño cuando los cuadros cobran vida, como las manchas de humedad de la pared. Se rebelan al dictado de sus autores y muestran lo que les viene en gana. Sirven de trampolín a otro mundo, ni mejor ni peor, sencillamente enigmático e indiferente, que te atrapa y te devuelve después como naufrago a la orilla.
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