Custodio era el amigo que recibió una herencia inesperada de un anciano tío lejano, pudiente de la sierra cordobesa, gente de dineros, amigo de gastarlos en cacerías y toros, romerías, vinos, mujeres y otros vicios. Jamás imaginó Custodio lo que se le avecinaba. Hombre de bien, eterno opositor a la administración pública, aficionado al cinematógrafo y las historietas de Paco Ibáñez, (al que consideraba un Leonardo), recibió con sorpresa y escepticismo el premio otorgado por su ascendiente, que le venía por parte de madre siendo un primo lejano de ésta.
Desconfiado fue al juzgado a enterarse de los pormenores del testamento, con curiosidad por averiguar si era o no broma el anuncio certificado que le presentó el cartero, y deseo de, si fuese cierto, asegurar un porvenir que nunca vio con claridad ni certeza en los temarios de las academias.
No quedó defraudado, una vez que trató con el notario de oficio, por la memoria de su tío, que lo dejaba con tierras y montes y algún que otro negocio, que proporcionaba pingües beneficios como delataban la cartilla del banco y unos sobres que el tío guardaba en una cesta de mimbre. Asombrado por esto último hizo averiguación de su fortuna, pues parecía gallina de los huevos de oro y descubrió que era lupanar de carretera, muy popular en la comarca, lugar de asilo para aves de paso, y parque temático para pollos y gallos desmochados. Contento por su hallazgo se lo comunicó a los amigos, que eran pocos, pero incondicionales, y tuvo por acierto y buena educación acudir a comprobar el género, con la excusa de asegurarse la viabilidad de la empresa y ganas de apagar el deseo del que sufre la juventud, pero de gorra.
No fueron multitud los que le acompañaron a la gran aventura sino los que en el 3 puertas entraron, que daba cabida a 8, y que puso uno de aquellos que lo acompañaban a todas partes, gente comiquera y literata, de dudosa condición y lecturas poco edificantes que rozaban la pornografía.
Aterrizaron de madrugada donde más luz había, que de lejos parecía ovni, a un lado de la carretera que no se hartaba de reptar por entre las olivas desmochadas y el radio de las viejas minas. Allí dejaron el vehículo entre filas de camiones desvencijados y landrovers cubiertos de barro, y con cierta congoja atravesaron una puerta rosa que les daba la bienvenida y custodiaba un hombre muy negro, sentado en un taburete rojo, que sin pestañear les cedió el paso mientras parecía contar las estrellas.
En melé entraron tropezando unos con otros en un jaleo de piernas, buscando un hueco - cosa complicada porque allí se juntaban tíos como en camión de puercos - donde poder reconocer el panorama y confundirse con los parroquianos sin darse a conocer ni llamar mucho la atención.
Entre sudores, humos y wiskis fueron nadando hasta la barra, que había más luminarias, donde se arrejuntaba un tropel de señoras con poca ropa, mucho muslo y vasos llenos de hielo, y dieron de bruces sin saberlo con la encargada, que respondía al nombre de Pamela, Pam para los fijos, y no paraba de servir desde el otro lado del parapeto, con más brazos que Kali, cubatas y otros brebajes a la concurrencia masculina.
- ¿Qué va a ser caballeros? – dijo a modo de saludo sin perder ojo a bebidas y cambios de moneda.
- Veníamos a ver –murmuró el dueño de incognito, que iba en cabeza, como el que cuenta un secreto de espías.
- Aquí no hay nada que ver. O consumen o se van a la calle – torció muy seria la jefa, que era de pocas palabras, pero justas.
Al corte se produjo el silencio entre los pardillos y en lugar de discutir el siguiente paso, Custodio optó por tomar la iniciativa.
- ¿Cómo son los cuartos? – pregunto ocurrente y sin malicia.
La Pamela estrelló el tubo que andaba llenando y bautizó con ron a los que pilló más cerca. ¡Pam!
- ¡Aquí no entran maricones! – espetó. Y soltó una lluvia de improperios inimaginables en una boca pintada de carmín con tanto esmero.
Acudió al jaleo un calvo tuerto y muy cargado de hombros, como el genio que se materializa de la nada, que invitó a largarse a los inspectores.
- Señores, se hace tarde, vamos a cerrar – anunció agarrando del codo a Custodio.
- Oiga, que soy el propietario – protestó el heredero.
- Aquí hay mucha puta y mucho hijo de puta –gritó oportuno el amigo cultureta, trayendo a colación a Miguel Hernández, en defensa de su compadre. Y entonces fue cuando empezaron a llover hostias de todas partes, puñetazos y patadas, y algún que otro arañazo muy dañino y sanguinolento.
Les faltó tiempo para salir corriendo de la cueva, sin decir ni adiós al cerbero que se perdía en el firmamento, y subirse al coche para saltar al asfalto y zigzaguear sin demora.
Ya lejos, con el rabo entre las piernas, mientras los compadres reían la aventura y hacían planes para otra, meditó Custodio si su futuro más deseable era el que le había preparado su tío. Y con la prudencia que le caracterizaba decidió renunciar a parte de la herencia en beneficio de la Iglesia, metida entonces en bancos, que mejor sabría manejar la memoria de su pariente. De tal modo que, en unas semanas, vendió el negocio para desencanto de la fraternidad, pues no se sintió capaz administrar con diligencia lo que tantas satisfacciones podía haberles proporcionado. No se resintió la amistad por ello, aunque en ocasiones, al fantasear con lo que pudo ser, se lo echaban en cara, y es que, en el fondo, seamos justos, jamás se lo perdonaron, pero le tenían cariño.
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