No recuerdo en qué momento de mi vida decidí observar los tejados y azoteas, pero he de reconocer que son muchos los años que llevo haciéndolo. La mayoría de los mortales mira dónde pone los pies, y por eso tiene ocasión de encontrar algo. No es mi caso, siempre miro a las alturas, pero he de decir que veo cosas extraordinarias. El barrio que corona nuestros edificios es un mundo inclasificable donde reina la arbitrariedad, el capricho, la anarquía, la soledad. Sorprende el grado de imaginación y creatividad que derrochan nuestros semejantes en las alturas. Estamos acostumbrados a la infravivienda, los caprichos arquitectónicos y la ruina en las afueras, pero rozando el cielo no sólo no escasean ejemplos como los descritos, sino que además se pronuncian más complicados que a ras de suelo. Son ínsulas orientales, laberintos frustrados, paisajes infernales, oasis sobre el cemento. Resultan mudos e incomprensibles, ingrávidos, ilegales, atípicos. Os aseguro que no hay nada más distraído que observarlos con detenimiento y calma. Creo que pocas cosas son comparables a ese desbarajuste urbano, salvo los patios interiores de los bloques de vecinos, que también me sugieren múltiples asociaciones.
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