Me llama la atención que Ian Gibson, en su biografía de García Lorca, (al menos en la edición que poseo), no mencione ni una sola vez a Edgar Neville, conde de Berlanga de Duero y humorista que, junto con otros, hizo carrera en Hollywood, la meca del cine; y desarrolló una singular obra teatral y cinematográfica en la España de la posguerra.
Sabemos por los
diarios de Carlos Morla Lynch, el diplomático chileno que organizaba espontáneas
tertulias en el salón de su casa, (y dio cobijo y visado durante la guerra a
mucho poeta falangista), que allí se reunían gran parte de los intelectuales de
la generación del 27, y otros más viejos, además de personajes variopintos de
la política y el mundo de la farándula: Luis
Cernuda, Jorge Guillén, Miguel Atolaguirre, María de Maeztu, Rosa Chacel, Juan
Ramón Jiménez, Rafael Martínez Nadal, Santiago Ontañón, Sánchez Mejías, Alberto,
Francisco Iglesias Brage, Pancho Cossio, Manuel Azaña, etc. En estas reuniones tuvo
ocasión Federico de leer sus obras antes de estrenarlas, declamar versos, tocar
el piano, improvisar canciones e imitar los libidinosos movimientos de Tórtola
Valencia disfrazado de Salomé cuando se terciaba.
En estas y
otros actos coincidieron ambos, Lorca y Neville, tantas veces como para tener oportunidad de charlar, entablar amistad y conservar un recuerdo. Y es raro que Gibson
no quiera acordarse de la experiencia como Cervantes de la patria de don
Quijote.
Neville, en
su aventura americana, donde coincidió con Buñuel, hizo amistad con Chaplin y participó en alguna que otra producción del mago del
bastón, el sombrero hongo y los grandes zapatos, (como los de Federico). En las
actitudes y gestos de Chaplin he creído y querido ver más de una vez los de Lorca,
por las descripciones que hay de su persona y forma histriónica de comportarse;
y muchas veces me he preguntado sobre el influjo que el granadino pudo haber
sembrado en el noble madrileño y éste legado a Chaplin.
Supongo que
el olvido de Gibson, o las ganas de preservar la pureza de su ídolo, tiene
origen en la conversión de Neville a la Falange de Franco. El humorista había
militado en Izquierda Republicana, quizás por interés en lugar de convicción, pero
su condición de noble no era garantía de supervivencia, pese a su liberalidad
de costumbres, por lo que, imagino, no dudó en huir a la zona nacional para salvar
el pellejo.
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