De todos es bien sabido que los grandes líderes religiosos -políticos también - de la historia, aquellos que fueron idealizados y santificados, creadores y forjadores de la identidad de un pueblo, seres inmortales que dejaron un recuerdo imperecedero en sus seguidores, aquellos, digo, sufrieron en los inicios de su apostolado una crisis y se retiraron a la montaña o el desierto a meditar y recibir la inspiración divina. De este modo, Moisés subió al Sinaí y mantuvo una conversación con Yahveh, (que le facilitó unas tablas con leyes), Jesús se fue al desierto y se las entendió con Lucifer, (al que dio unos cortes de manga), o Mahoma estuvo copiando lo que le dictaba el arcángel Gabriel, (sin preocuparse de lo que vendría después). Una vez que terminaron la entrevista con la divinidad retornaron a reunirse con sus seguidores y recibir su incondicional respaldo, (y los que no se sumaron fueron condenados al fuego eterno). De ahí un paso a la infalibilidad del Papa o a aquello de que el líder no se equivoca. Es esta primaria ejemplificación de la psicología humana lo que nos permite comprender el presente. El hombre moderno, la mujer sobre todo, precisa de un nuevo santuario donde orar al Big Man, justo y civilizador. Tendremos pronto un templo, donde poder contemplar la estatua sonriente y familiar, humana, con los brazos abiertos, del bondadoso padre. Dichosos los que entrarán con él en el Paraíso. Castigo eterno para los que rechazaron la luz de su rostro.
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