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jueves, 5 de enero de 2023

Una de mártires

Siendo niño era muy aficionado a la historia sagrada, que entonces abundaba en las páginas de los libros del colegio. En ellos había una constante llamada a la fe cristiana, nutrida de imágenes y ejemplos. No faltaba nunca el relato edificante de la vida de los mártires. Recuerdo con nitidez la de los niños Justo y Pastor que acudían por propia iniciativa a visitar al prefecto de la ciudad para anunciar que eran cristianos y ser así condenados a muerte. En la imagen que acompañaba el relato podía verse a los hermanos custodiados por unos legionarios malencarados entablar un diálogo con el representante de la autoridad romana que, desde una cátedra y togado, empuñando un bastón como símbolo de su autoridad, los estudiaba con sorpresa antes de dar su dramático veredicto.

Para hacerles recapacitar, porque con razones no lo conseguía, el gobernante ordenaba que los azotasen hasta que renegasen de su fe. Pero como el resultado era nulo decidía su muerte por decapitación. Pese a todo los dos hermanos sufrían con alegría el tormento, sin perder el gesto amable.

En otra imagen más sanguinolenta, con la que se remataba el relato, las cabezas de los pequeños aparecían separadas de sus cuerpos por la espada criminal y sus almas ascendían al cielo para gozar de la compañía del padre eterno, que venía a ser un triangulito con un ojo dormilón, acomodado entre unas nubes.

La historia era en verdad, para un niño de 6 años, truculenta y sugestiva. De esas que no dejabas de leer una y otra vez, con cierto recreo y angustia, como la que proporciona la figura de la espiral que sigue y sigue sin encontrar el fin. Pero lo que más daño hacia no era lo que contaba, sino la reflexión a la que te conducía el maestro o el cura que la sacaba a colación: la cuestión de dar la vida por Dios, asunto grave que te ponía en la encrucijada de demostrar si verdaderamente querías o no al creador. Situación en la que ya se había visto envuelto Abraham, según la descripción bíblica, con la suerte de tener un hijo para llevarlo a cabo, cosa que tú no podías hacer salvo con algún grillo o lagartija que cazases esa misma tarde, a sabiendas de que a Dios no podías engañarle.

Y es que, por todo lo que concierne a tal tesitura, yo me sentía culpable porque, aunque quería mucho a Dios, con el que hablaba a diario, (antes de descubrir que eran monólogos), no estaba dispuesto a reunirme tan pronto con él en el cielo. No tenía tan claro lo de que me hubiese puesto en este mundo para reclamarme con tanta urgencia, por más que insistiese el religioso de turno con severidad en el rostro y opacidad en el discurso. Que ahora, visto con cierta perspectiva, tal propuesta, no deja de parecerse a la que recibían los niños mártires que enviaban los iraníes a la guerra con su vecino Irak, armados de una llave de plástico para abrir la puerta del cielo. Y es que nos tocaron vivir unos años, a los de mi generación, un tanto oscuros, con mucho infierno y pecados mortales imperdonables. Y aunque la cosa se había suavizado, muchos del gremio ignoraban todavía a Juan XXIII.

Por fortuna, pronto se pasaba a otro tema que era el de aprenderse el catecismo de memoria, tres o cuatro sofismas a la semana, a riesgo no sabiéndolo de llevarse unos capones o perder un recreo. Mejor eso que el martirio, que se hagan mártires los que lo incentivan y dejen a los niños jugar tranquilos.

 


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