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domingo, 8 de enero de 2023

Por la calle de La Bola

Contaba mi padre que cuando hizo la mili en Ronda prohibieron a la tropa pasear por la calle de La Bola, que no era sino la de Espinel. Hablamos del 69, cuando lo de ser militar era cosa muy seria y el alto mando tenía autoridad indiscutible para imponer el orden donde hiciese falta sin dar muchas explicaciones.

A Ronda acudían los soldados y aspirantes de la milicia universitaria que hacían maniobras en el cercano campamento de Montejaque, que ahora es sede de la Legión. Los milicianos hacían el servicio en verano, para no perder el curso académico y poder sacarse la carrera, y así terminar como alféreces de complemento ganando unas perras.

En el pueblo veraneaban muchos mandos con hijas casaderas, porque de este modo podían aspirar a tener un yerno ingeniero o médico, por ejemplo, (prueba indiscutible del machismo de aquella sociedad primitiva y casposa, señalarían ahora).

Por tan circunstancia, la calle que cito al inicio de esta memoria era un hervidero de hombres jóvenes uniformados, que la recorrían de punta a punta en las horas de permiso. Su paso era un estruendo, por las botas claveteadas que golpeaban los adoquines, amén de los gritos y voces de la que tanta compañía hacía gala cuando le daban suelta. Broncas y feas palabras debían oírse, por no hablar de comentarios y frases soeces. Y a esto había que añadir las alegres espectadoras, en modo alguno sordas, que acudían al devenir del espontáneo desfile, ansiosas por mirar, saludar, charlar o reír la gracia a alguno de los protagonistas. Muchos matrimonios saldrían de aquellos encuentros tan “casuales” como callejeros.

Se ve que tales licencias terminaron por alborotar a las señoras más pudientes y formales de la localidad. El escándalo perturbaba la paz de la que se disfrutaba el resto del año. De tal modo que, a la cabeza de todas ellas, la mujer del teniente al mando del campamento ordenó a éste que cesara tal alboroto, tal indecencia.

Así de entrada la propuesta no agradó al militar, que no estaba dispuesto a evitar que la tropa disfrutase del bien merecido asueto, pero como la queja de las féminas no cesaba, sino que machacaba como el martillo pilón, y contaba con la anuencia del clero del lugar, el oficial terminó cediendo y ordenó a los suyos que evitasen pasar por la calle en cuestión y lo hiciesen por otras menos transitadas.

De este modo la vía quedó desierta de guripas y el estruendo pasó a otras. Las muchachas, para no dar que hablar, permanecieron en la principal, pero se fueron concentrando en las encrucijadas, desde donde podían ver pasar a los jóvenes, a lo lejos, por las calles paralelas, y saludarles con la mano.

La localidad recuperó la decencia, celebraron las promotoras.


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