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martes, 13 de agosto de 2024

Un despertar incierto

Desperté una mañana y no di mucha importancia al hecho de que no entendía lo que me decían mi mujer o mis hijos, tampoco el discurso de la locutora del noticiario; lo achaqué a que aún no estaba despierto del todo. Quise leer los mensajes de mi móvil, pero parecía que un virus había modificado las fuentes y me fue imposible entenderlos, supuse que tenía que llevarlo a un técnico. Después, ya en la calle, me sucedió algo parecido con los letreros y anuncios de las tiendas, incluso con las señales de tráfico. No comprendía ninguna palabra, signo, dibujo. Veía circular a la gente a mi alrededor y nadie parecía preocuparse. Entre a un establecimiento de comida rápida y pedí un café. Quise pagar con la tarjeta de crédito, pero por más que tecleaba el número de la clave no me la daba por buena. Tuve que pagar en metálico. Para mi sorpresa saqué de mis bolsillos unas monedas que jamás había visto, pero que me fueron muy útiles puesto que el dependiente las aceptó sin dudarlo y me devolvió otras. El resto de la mañana las cosas no fueron muy distintas, todo me resultaba incomprensible, pero me adapté y simulé lo mejor que pude para que nadie notase mi incapacidad. Hice mi trabajo a ciegas, pero el resultado fue aceptable porque mis superiores no acudieron a censurarme. Una vez en casa, seguí sin entender nada de lo que me decían. Dije unas cuantas cosas incomprensibles y me acosté. Cuando todos dormían me levanté y me asomé al balcón. La ciudad estaba completamente a oscuras. Pero se apreciaba cierta actividad en las calles. En silencio me vestí y bajé a ver qué sucedía. Cientos de personas deambulaban de un lado a otro, tropezando unas con otras, chocando con el mobiliario urbano, los vehículos estacionados o las paredes. La boca del metro estaba saturada de individuos que no se decidían a entrar o salir. Nadie decía nada, pero su rostro delataba el miedo. Dediqué horas y horas a recorrer la urbe buscando alguna explicación, hasta que amaneció. Y conforme la luz alcanzaba a todos los rincones, las personas se fueron convirtiendo primero en sombras alargadas y después en humo que se fue disipando en la atmósfera. Al final quedé solo, la ciudad muerta. Entonces pensé en mi familia y corrí a la casa, estaba angustiado por conocer su suerte. Cuando llegué la encontré a oscuras, las persianas estaban bajadas y las luces apagadas. Entré en silencio, por si aún dormían. Los oí respirar y me tranquilicé. En cada una de las camas había un bulto, algo más voluminoso de lo que un ser humano pueda ocupar. Se agitaban. Tuve un mal pálpito. Corrí a la ventana de mi dormitorio y subí la persiana hasta el tope. La luz penetró sin piedad en el cuarto. Entonces lo comprendí todo, pero ya no me quedaba otra opción que gritar y gritar.



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