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lunes, 12 de agosto de 2024

Míster Parelman

A raíz de cierto artículo que publiqué en una revista de Historia del Arte, la reconocida Artis en el ámbito académico, y que versaba sobre la pérdida de algunas obras maestras de la antigüedad, tuve ocasión de conocer a míster Perelman, que era un hombre adinerado y notorio coleccionista de piezas artísticas. Reconozco que fui ambicioso al pretender que la exclusiva publicación aceptase uno de mis insignificantes escritos, imaginé que no llegaría más allá de la papelera de la redacción, pero no por ello me privé del atrevimiento. Varios meses después recibí en mi domicilio una carta, que conservo enmarcada, aceptando mi trabajo y obsequiándome con un generoso cheque que me fue muy útil para tapar unos cuantos agujeros abiertos en mi miserable economía. En el artículo, no muy extenso, que no reproduciré aquí, reflexionaba sobre la destrucción de las obras de arte a lo largo de los siglos y lo que significaba la pérdida irreparable de este patrimonio para la humanidad. Me preguntaba en el mismo sobre cuál sería el origen del impulso que animaba al ser humano a obcecarse en la destrucción de imágenes. Era un texto muy sentido, lacrimógeno podría decirse, que agradó a los entendidos y me proporcionó cierta popularidad, que yo sospeché pasajera, como no tardó en confirmarse. Ya no me publicaron más. Sin embargo, no tardó en ponerse en contacto conmigo la secretaria de míster Perelman, que era un señor del que jamás había oído hablar, pero, descubrí, que gastaba millones de dólares en la compra y adquisición de obras de arte y piezas arqueológicas, antigüedades, en suma. Míster Perelman me invitaba a su mansión en Boston, EEUU. Le había gustado mucho mi artículo y quería conocerme. Puso a mi disposición su jet privado y me dio cobijo en su propia casa. No voy a negar que imaginé estar soñando.

En su vivienda residí varias semanas, mientras míster Perelman estaba en viaje de negocios, pero siempre contactaba conmigo a diario, por mediación de su secretaria, una perfecta playmate, y me preguntaba por mi estado de salud, y si me encontraba cómodo en mi habitación o disfrutaba de las ventajas de la villa. Yo no tenía queja de un servicio exquisito y de unas instalaciones soberbias, propias de un magnate del petróleo. Aprovechaba la jornada en admirar gran parte de su colección privada, creaciones que jamás había visto en libro alguno ni imaginaba que existiesen, que me hacían sospechar de su procedencia. Por fin llegó el día en que míster Perelman hizo acto de presencia. Era un señor de unos 60 años, quizás más, delgado, bajito, calvo y con algún problema en la vista como delataban sus gruesas gafas. No vestía precisamente con mucha elegancia. Me dijo que estaba muy ocupado, que apenas tenía tiempo de atenderme, pero sí el suficiente para enseñarme algo guardado en su cámara acorazada. A mí me sonó aquello a película de James Bond, como todo lo que me rodeaba, y no hice sino seguirle la corriente a ver en qué acababa el sainete.

- Me gustó mucho su artículo señor Pérez. Creo que es usted una persona sensible. Quiero enseñarle algo – me fue diciendo sin detenerse. Era un hombre muy ocupado.

Llegamos al sancta sanctorum de su propiedad, un bunker situado a varios metros bajo el nivel del mar. Abrió una puerta blindada colosal mediante un escáner que leyó el iris de su ojo izquierdo y me invitó a conocer el oscuro interior de la que imaginé cueva de Alí-babá. No lo dudé y entré con pie firme. Detrás de nosotros lo hizo su eficaz secretaria, que arrastraba una maleta con ruedas. La puerta se cerró de nuevo.  Estaba muy oscuro, era imposible hacerse una idea clara de las características del interior ni de lo que albergaba. Pero la luz se hizo de inmediato. Era un almacén infinito. En el centro había una copia exacta del David de Miguel Ángel.

Entonces todo sucedió muy deprisa. La secretaria abrió la maleta y extrajo tres juegos de gafas de trabajo para que nos los pusiésemos, cosa que hicimos. Y a continuación un bazuca que ofreció a su jefe. Este lo acomodó sobre su hombro apuntando a la estatua.

- Es el original – me anunció.

- ¿Cómo? – pregunté sorprendido.

Y sin pestañear apretó el gatillo y disparó sobre la estatua, que estalló en miles de fragmentos tras una llamativa explosión y un trueno ensordecedor. La impresión me hizo cubrirme instintivamente con los brazos. Durante unos minutos estuvieron lloviendo sobre nuestras cabezas partículas y polvo de mármol travertino. No podía dar crédito a lo que había pasado.

- Esto es el poder, señor Pérez, el lujo de destruir por placer – me ilustró míster Parelman apoyando su arma en la cintura -. Ya puede regresar a su casa.

Y se marchó sin inmutarse tan pronto como se abrió la puerta. Yo salí de allí temblando. 

- El coche para conducirle al aeropuerto le espera – me indicó la secretaria.

- Pero… - acerté a balbucear.

- Su maleta ya está en él.

Ni qué decir tiene que he sido incapaz en todo este tiempo de contar nada de esto. Por miedo, a las consecuencias. Pero hoy leí en la sección de sucesos de la página digital del New York Herald que míster Parelman había muerto en accidente aéreo. <<Un insustituible mecenas de las artes fallece inesperadamente>>, exponía el rotativo, y hacía cábalas sobre lo que dejaría en herencia.

No quiero quitarle a nadie la ilusión de viajar a Florencia. Ahí sobre la mesa tengo un pedacito de lo que fue el David.


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