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sábado, 31 de agosto de 2024

Don Miguel de Cervantes y Lorca

Esta mañana he coincidido con don Miguel de Cervantes Saavedra en la verdulería de mi barrio. Lo he reconocido de inmediato. Estaba muy callado mirando el mostrador, mesándose la barba mientras aguardaba su turno. Cuando le ha tocado, ha pedido dos boniatos y una berenjena, y los ha guardado en una bolsa del Covirán que guardaba en un bolsillo del jubón. Ha hecho amago de pagar, pero la tendera se ha negado a cobrarle.

- Está usted invitado, don Federico García Lorca.

Yo me he acercado a pedirle un autógrafo para el Quijote que guardo en el móvil. - Don Miguel, una firmita -. Pero me ha hecho un gesto elocuente alzando la mano derecha con la que sostenía la bolsa, porque la izquierda la tiene pocha; y no ha podido ser.

Cuando se ha marchado, el resto de los clientes se ha reído de mí.

- Ignorante, que no era Unamuno.

Revisionismo

El revisionismo histórico es útil y necesario porque permite indagar sobre el pasado y superar o corregir tesis que se quedan anticuadas. Gracias al revisionismo, por ejemplo, y la inestimable ayuda de la arqueología y otras ciencias, sabemos que nuestros primeros padres no fueron Adán y Eva, quizás tampoco el Australopithecus. Es comprensible que para muchos políticos e incluso ceñudos académicos sea necesario mantener inalterable el discurso oficial, porque en él apoyan su privilegiada situación, pero la ciencia, llamémosla curiosidad o adaptación, no se resigna a lo inamovible, descubre fisuras en los cimientos y plantea nuevas preguntas y respuestas, y de este modo descubrimos y aprendemos, evolucionamos. Todo es cuestionable. El ocaso de los ídolos es el de las ideologías, que se convierten en religiones y verdades absolutas. Gran invento ese de la duda como método.


viernes, 30 de agosto de 2024

La vuelta al cole

He soñado que volvía al instituto como alumno, pero con la edad que tengo. En el sueño imaginaba que el trato iba a ser distinto, pero nada más entrar noté sobre mi piel la mirada inquisitiva, desde sus lentes, de una profesora muy estirada que había en el pasillo y, ya en clase, la llamada de atención de otra por llegar tarde y no estar atento a las tareas, con afán de ridiculizarme. Lo más chocante de todo es que aquellas dos pájaras habían sido alumnas mías en el pasado, a las que había echado más de un cable para salir del cieno, pero ahora no tenían consideración alguna conmigo y sólo buscaban el modo de ponerme cara a la pared. Su actitud me parecía incomprensible. Menos mal que me han despertado unos mirlos que anidan cerca de mi ventana, aves negras de pico curvo y dorado que, pese a su macabra apariencia, establecen lazos de buena vecindad con aquellos que les dan amparo. Ha sido como escapar al recreo tras escuchar el timbre. Tengo un buen puñado de historias de maestras que pican. Cualquier día las cuento sin esperar a que escampe.


jueves, 29 de agosto de 2024

La sombra de Sócrates sobre García Lorca

 Hay algo en la configuración del mito lorquiano que nos conduce irremediablemente a Sócrates, momentos antes de beber la cicuta. Mucho se ha escrito y filmado sobre las últimas horas del poeta granadino, recreando una escena imaginaria propia de sus dramas, en la que, preso de la incertidumbre, Federico improvisa canciones y versos ante los compañeros de infortunio. De Sócrates nos contaron, Platón y Jenofonte, que mientras esperaba la ejecución se sintió atrapado por un poder sobrenatural que le impulsó a escribir poesía, y lo hizo versificando las fábulas de Esopo, que conocía de memoria. No contento con tal actividad, el sabio reflexionaba mientras lo hacía sobre si su filosofía no fue sino música. Los mitos forman parte de nuestro ADN.


domingo, 25 de agosto de 2024

Sueños entre melones

En Madrid había puestos de melones en mitad de la calle. Por lo menos en mi barrio y en los años en los que yo vivía allí, eran los 70. También pasaban rebaños de ovejas por la misma puerta casi todas las tardes, las cosas han cambiado mucho. El negocio en cuestión estaba exactamente en la estratégica esquina de Juan Andrés, Isla de Nelson y Sainz de Robles, próxima al bar Avenida, un atlético que todavía despacha desayunos y cervezas. En ese pico aparcaban una camioneta, levantaban un toldo con cuatro estacas y debajo edificaban una pirámide de melones. El montón no descendía nunca, debían remozarlo a diario. La clientela era fija y constante. El negocio lo despachaba una familia. Yo conocía al más pequeño, Rafa, que era el que nunca faltaba y me suministraba el género, bajo la atenta mirada de su padre, (cuando estaba). Era un chico algo mayor que yo, un año o dos, y muy fantástico. Las horas de aburrimiento acomodado entre los cucurbitáceos le daban alas para imaginar. Como de niños todos hemos sido muy observadores, pronto advertimos el pie del que cojeaba, y le inducíamos a hablar para que nos soltase alguna de sus quimeras. Por ejemplo, que pasaba una moto, sacábamos la conversación, y esperábamos a que nos contase que si el tenía una de carreras o se había montado en la de Ángel Nieto, y cosas por el estilo. Después, cuando ya nos habíamos separado de su lado, nos descojonábamos de sus delirios de grandeza. Un día cometimos el desliz de reírnos antes de tiempo, justo en sus narices, y pilló un rebote de no te menees. Creíamos que iba a matarnos. Que si de él no se reía nadie, que si nos iba a cortar la cabeza, etc., etc. Vamos, que nos acojonó. Desde entonces empezamos a hacerle el círculo y a evitar el coloquio como antaño. Al final de la década el puesto desapareció, como el Madrid de pueblo que tuve la suerte de conocer, y no volvimos a saber de Rafa. El tiempo ha respetado su esquina y ahora está cubierta de maleza, pero no crecen melones. Supongo que Rafa seguirá soñando, espero que sí. Ojalá no nos guarde rencor.


sábado, 24 de agosto de 2024

Avituallamiento vacacional

Por costumbre tenía mi abuela llenarnos el coche de comida cuando retornábamos a Madrid, al final de las vacaciones. Era un ir y venir de la cocina al maletero cargada de viandas hasta quedarse más o menos satisfecha, imaginando que el viaje era uno de los de Marco Polo, supongo, y no faltarían provisiones. De este modo se llenaba el coche de tortas y ochíos, melones y uvas, tripas de chorizo y morcilla, jamón y queso. He de reconocer que era más nutritiva la vuelta que la ida. El rumiar después todo aquello nos permitía acordarnos de ella hasta la próxima; por desgracia ya sólo podemos saborear el recuerdo, que siempre nos sabe a poco.


miércoles, 21 de agosto de 2024

A Lorca lo inventó Alberti

Soy de la opinión de que el mejor "poema" de Rafael Alberti fue la muerte de García Lorca. Estaban separados por muchos kilómetros, pero Alberti, gracias a su ascendente en tiempos de guerra, dio origen al mito; y muchas de las máximas y aseveraciones que hoy día se repiten, imposibles de contrastar por ser imaginarias, son obra suya. Fue Alberti el que instrumentalizó la muerte del amigo y lo convirtió en mártir de su causa, o en herramienta propagandista, sin preguntar al interesado si era o no la suya. De Lorca hemos llegado a saber incluso, (en esa bola de nieve que crece y crece), dónde recibió las balas y su número aunque no tengamos prueba forense alguna que pueda atestiguarlo, porque sus restos no aparecen. Toda fe tiene sus sombras, pero también fieles seguidores que no dudan de la santidad de la palabra de los que rodearon al maestro; siempre y cuando no se definan como falangistas, que esa es otra.



jueves, 15 de agosto de 2024

La promesa de Franco

Franco había prometido Andalucía a los moros, me explicaba mi tía Pepa muy circunspecta. Aquel era el mantra que se repetía antaño entre las clases populares de Úbeda, recién acabada la guerra, (y muchos años después), cuando el ejército de regulares ocupaba y deambulaba por la ciudad, luciendo turbantes y correajes. En ese escenario, mi tía situaba la escena protagonizada por mi padre, que apenas tenía un año, y uno de aquellos soldados venido de África. Mis abuelos paseaban con él de la mano, pues estaba aprendiendo a andar. Dos moros les cerraron el paso y uno de ellos se arrodilló para hacerle cucamonas. Mi abuela se descompuso, temiendo que aquel Almanzor iba a raptarlo o, peor aún, devorarlo como a un cordero. Pero mi abuelo, que había cruzado con ellos disparos en el frente, y no era rencoroso, mantuvo la calma, la sujetó por el hombro y le dijo:

- Deja que juegue un rato con el chiquillo.

Guardaron las formas hasta que el moro se cansó de hacerle gracietas al niño, no fue mucho el rato, pero una eternidad para mi abuela, toda la guerra pasó por su cabeza. Probablemente aquel individuo que tanto la asustaba se estuvo acordando de uno o varios hijos que llevaba sin ver más de cuatro años.

Un día los moros desaparecieron de las calles, no se volvió a saber de ellos en mucho tiempo. Pero después de morir Franco se volvieron a ver unos pocos y luego muchos para la aceituna. Mi tío Antonio, ante el fenómeno, barruntaba algo, y temía, como me confesó más de una vez, que viniesen a reclamar la herencia de los abuelos.


martes, 13 de agosto de 2024

Un despertar incierto

Desperté una mañana y no di mucha importancia al hecho de que no entendía lo que me decían mi mujer o mis hijos, tampoco el discurso de la locutora del noticiario; lo achaqué a que aún no estaba despierto del todo. Quise leer los mensajes de mi móvil, pero parecía que un virus había modificado las fuentes y me fue imposible entenderlos, supuse que tenía que llevarlo a un técnico. Después, ya en la calle, me sucedió algo parecido con los letreros y anuncios de las tiendas, incluso con las señales de tráfico. No comprendía ninguna palabra, signo, dibujo. Veía circular a la gente a mi alrededor y nadie parecía preocuparse. Entre a un establecimiento de comida rápida y pedí un café. Quise pagar con la tarjeta de crédito, pero por más que tecleaba el número de la clave no me la daba por buena. Tuve que pagar en metálico. Para mi sorpresa saqué de mis bolsillos unas monedas que jamás había visto, pero que me fueron muy útiles puesto que el dependiente las aceptó sin dudarlo y me devolvió otras. El resto de la mañana las cosas no fueron muy distintas, todo me resultaba incomprensible, pero me adapté y simulé lo mejor que pude para que nadie notase mi incapacidad. Hice mi trabajo a ciegas, pero el resultado fue aceptable porque mis superiores no acudieron a censurarme. Una vez en casa, seguí sin entender nada de lo que me decían. Dije unas cuantas cosas incomprensibles y me acosté. Cuando todos dormían me levanté y me asomé al balcón. La ciudad estaba completamente a oscuras. Pero se apreciaba cierta actividad en las calles. En silencio me vestí y bajé a ver qué sucedía. Cientos de personas deambulaban de un lado a otro, tropezando unas con otras, chocando con el mobiliario urbano, los vehículos estacionados o las paredes. La boca del metro estaba saturada de individuos que no se decidían a entrar o salir. Nadie decía nada, pero su rostro delataba el miedo. Dediqué horas y horas a recorrer la urbe buscando alguna explicación, hasta que amaneció. Y conforme la luz alcanzaba a todos los rincones, las personas se fueron convirtiendo primero en sombras alargadas y después en humo que se fue disipando en la atmósfera. Al final quedé solo, la ciudad muerta. Entonces pensé en mi familia y corrí a la casa, estaba angustiado por conocer su suerte. Cuando llegué la encontré a oscuras, las persianas estaban bajadas y las luces apagadas. Entré en silencio, por si aún dormían. Los oí respirar y me tranquilicé. En cada una de las camas había un bulto, algo más voluminoso de lo que un ser humano pueda ocupar. Se agitaban. Tuve un mal pálpito. Corrí a la ventana de mi dormitorio y subí la persiana hasta el tope. La luz penetró sin piedad en el cuarto. Entonces lo comprendí todo, pero ya no me quedaba otra opción que gritar y gritar.



lunes, 12 de agosto de 2024

Míster Parelman

A raíz de cierto artículo que publiqué en una revista de Historia del Arte, la reconocida Artis en el ámbito académico, y que versaba sobre la pérdida de algunas obras maestras de la antigüedad, tuve ocasión de conocer a míster Perelman, que era un hombre adinerado y notorio coleccionista de piezas artísticas. Reconozco que fui ambicioso al pretender que la exclusiva publicación aceptase uno de mis insignificantes escritos, imaginé que no llegaría más allá de la papelera de la redacción, pero no por ello me privé del atrevimiento. Varios meses después recibí en mi domicilio una carta, que conservo enmarcada, aceptando mi trabajo y obsequiándome con un generoso cheque que me fue muy útil para tapar unos cuantos agujeros abiertos en mi miserable economía. En el artículo, no muy extenso, que no reproduciré aquí, reflexionaba sobre la destrucción de las obras de arte a lo largo de los siglos y lo que significaba la pérdida irreparable de este patrimonio para la humanidad. Me preguntaba en el mismo sobre cuál sería el origen del impulso que animaba al ser humano a obcecarse en la destrucción de imágenes. Era un texto muy sentido, lacrimógeno podría decirse, que agradó a los entendidos y me proporcionó cierta popularidad, que yo sospeché pasajera, como no tardó en confirmarse. Ya no me publicaron más. Sin embargo, no tardó en ponerse en contacto conmigo la secretaria de míster Perelman, que era un señor del que jamás había oído hablar, pero, descubrí, que gastaba millones de dólares en la compra y adquisición de obras de arte y piezas arqueológicas, antigüedades, en suma. Míster Perelman me invitaba a su mansión en Boston, EEUU. Le había gustado mucho mi artículo y quería conocerme. Puso a mi disposición su jet privado y me dio cobijo en su propia casa. No voy a negar que imaginé estar soñando.

En su vivienda residí varias semanas, mientras míster Perelman estaba en viaje de negocios, pero siempre contactaba conmigo a diario, por mediación de su secretaria, una perfecta playmate, y me preguntaba por mi estado de salud, y si me encontraba cómodo en mi habitación o disfrutaba de las ventajas de la villa. Yo no tenía queja de un servicio exquisito y de unas instalaciones soberbias, propias de un magnate del petróleo. Aprovechaba la jornada en admirar gran parte de su colección privada, creaciones que jamás había visto en libro alguno ni imaginaba que existiesen, que me hacían sospechar de su procedencia. Por fin llegó el día en que míster Perelman hizo acto de presencia. Era un señor de unos 60 años, quizás más, delgado, bajito, calvo y con algún problema en la vista como delataban sus gruesas gafas. No vestía precisamente con mucha elegancia. Me dijo que estaba muy ocupado, que apenas tenía tiempo de atenderme, pero sí el suficiente para enseñarme algo guardado en su cámara acorazada. A mí me sonó aquello a película de James Bond, como todo lo que me rodeaba, y no hice sino seguirle la corriente a ver en qué acababa el sainete.

- Me gustó mucho su artículo señor Pérez. Creo que es usted una persona sensible. Quiero enseñarle algo – me fue diciendo sin detenerse. Era un hombre muy ocupado.

Llegamos al sancta sanctorum de su propiedad, un bunker situado a varios metros bajo el nivel del mar. Abrió una puerta blindada colosal mediante un escáner que leyó el iris de su ojo izquierdo y me invitó a conocer el oscuro interior de la que imaginé cueva de Alí-babá. No lo dudé y entré con pie firme. Detrás de nosotros lo hizo su eficaz secretaria, que arrastraba una maleta con ruedas. La puerta se cerró de nuevo.  Estaba muy oscuro, era imposible hacerse una idea clara de las características del interior ni de lo que albergaba. Pero la luz se hizo de inmediato. Era un almacén infinito. En el centro había una copia exacta del David de Miguel Ángel.

Entonces todo sucedió muy deprisa. La secretaria abrió la maleta y extrajo tres juegos de gafas de trabajo para que nos los pusiésemos, cosa que hicimos. Y a continuación un bazuca que ofreció a su jefe. Este lo acomodó sobre su hombro apuntando a la estatua.

- Es el original – me anunció.

- ¿Cómo? – pregunté sorprendido.

Y sin pestañear apretó el gatillo y disparó sobre la estatua, que estalló en miles de fragmentos tras una llamativa explosión y un trueno ensordecedor. La impresión me hizo cubrirme instintivamente con los brazos. Durante unos minutos estuvieron lloviendo sobre nuestras cabezas partículas y polvo de mármol travertino. No podía dar crédito a lo que había pasado.

- Esto es el poder, señor Pérez, el lujo de destruir por placer – me ilustró míster Parelman apoyando su arma en la cintura -. Ya puede regresar a su casa.

Y se marchó sin inmutarse tan pronto como se abrió la puerta. Yo salí de allí temblando. 

- El coche para conducirle al aeropuerto le espera – me indicó la secretaria.

- Pero… - acerté a balbucear.

- Su maleta ya está en él.

Ni qué decir tiene que he sido incapaz en todo este tiempo de contar nada de esto. Por miedo, a las consecuencias. Pero hoy leí en la sección de sucesos de la página digital del New York Herald que míster Parelman había muerto en accidente aéreo. <<Un insustituible mecenas de las artes fallece inesperadamente>>, exponía el rotativo, y hacía cábalas sobre lo que dejaría en herencia.

No quiero quitarle a nadie la ilusión de viajar a Florencia. Ahí sobre la mesa tengo un pedacito de lo que fue el David.


jueves, 8 de agosto de 2024

El primo hipnotizador

Leyendo una de Poirot, el de Agatha Christie, donde sale un hipnotizador, me viene a la memoria el día que mi primo Miguel Ángel quiso hipnotizar a mi tía Angelita. Yo creo que no tendría más de 8 o 9 años. Influido por la moda de la tele de entonces, en la que proliferaban estos prestidigitadores incluso en la sopa, estuvo una temporada hipnotizando a todo el que se le ponía a tiro, con especial éxito entre insectos, reptiles, pequeños roedores y perros de compañía. Un día cazó un grillo y lo bautizó con el nombre de Starsky, para siempre quedaron unidos. La sesión se inició con unas risas tontas que en nada ayudaban al proceso. Tuvo que mediar mi abuela Visi, (estábamos en el salón de su casa, la luz era tenue), para que nos lo tomásemos en serio. El primo sufría con nuestra falta de fe en sus poderes, se quitó las gruesas gafas y empezó a frotarse los ojos, que era señal de que le venía un ataque de alergia, yo creo que por la frustración. El caso es que la situación se recompuso y nos sumergimos en la magia del momento, creo que nos hipnotizó a todos. Después de sentar a mi tía en una silla, que rodeamos todos los sobrinos, aparentemente la durmió. Supongo que ella puso de su parte. No recuerdo, por ser mucho el tiempo pasado, qué cosas le estuvo preguntado, a las que ella respondía como en trance. La más llamativa, que se me quedó grabada en la memoria, fue la respuesta a la pregunta” ¿cómo te sientes?”, y ella respondió “materia”. La sesión transcurrió por nuestra parte en el más absoluto silencio, sin terminar de creer si lo que pasaba era o no cierto, pero muy atentos a la escena. Por fin, mi primo le dijo que despertase y acabó la magia. Desde aquel día no voy a decir que creyese en los poderes de mi primo, pero sí que siempre tuvo un carisma especial, era una caja de sorpresas, un fabricante de juegos.