Teníamos por costumbre quedar en la
encrucijada que había entre la calle Deanes y la calle Manríquez, en las
escaleras de la puerta que hacía remate con la del viejo convento de las huérfanas
y hoy es algo de la Junta de Andalucía, a pocos pasos de la Puerta del Perdón
de la Mezquita de Córdoba, de lo que luego sería el albergue juvenil y muy
cerca de la facultad de Filosofía y Letras. Allí comíamos pipas y bebíamos
litronas, también olía a porros. A veces se hablaba de cómics y otras de García
Márquez o El Lobo Estepario. Como la tarde era larga, sobre todo en primavera,
bajábamos hasta la plaza de las manos, la de los Santos Mártires, para mear en
las ruinas de los baños árabes o morrear a las amigas, y después reculábamos
hasta la del arqueológico, donde nos confundíamos con la atmósfera y seres nocturnos
de la Judería, muy oscura y silenciosa entonces. Turistas había, pero menos. Y ninguna
tienda de souvenirs sino de pan, vino, tabaco y golosinas que cerraban a una
hora decente. Por los tejados y adarves caminaban unos gatos enormes, del
tamaño de un puma, poderosos y orgullosos de sus dominios. En las revueltas de
las calles podías tropezar con El Gallego, un mugriento jipi de origen incierto
que daba discursos sin coherencia, como el de muchos políticos y predicadores,
pero menos peligroso, y algunas veces se nos sumaba o, mejor dicho, se nos colgaba.
A la altura de la calle Rey Heredia o en la del Horno del Cristo se asomaban
las putas a la calle y se quejaban del calor o de la falta de parroquianos. Nos
ignoraban. En la taberna de la calle Cabezas se juntaban los chorizos para
menudear con los camellos. Las mariconas disfrazadas de folclóricas, con su
cara de indias pintarrajeadas, nos sonreían empalmadas. Un día se nos sumó un
francés despistado, que habría leído a muchos románticos, y quiso seducir a la
Inma, que era la más guapa y la más progre de la banda, y algunos no se lo
perdonamos. Era morena y de pelo ensortijado, ojos grandes y calzaba sandalias.
Muy buena en latín, leída como ninguna. El gabacho acudió con una amiga muy
gorda, también francesa. Nos la dejó aparcada y se fue con Inma. Esa tarde nos reímos
mucho a su costa, impulsados por los celos. Creo que fue nuestra pequeña
venganza. Aquel malnacido regresó muy tarde.
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