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miércoles, 1 de marzo de 2023

El Pastelero Loco

Saconia era una isla de cemento y ladrillos colorados que emergía lentamente como la lava de un volcán en detrimento de un mar de huertas. Se enroscaba como un dragón dormido sobre colinas y barrancos de tierra salvando desniveles con plazas, terrazas de escaleras en zigzag, pasajes oscuros de pilares gruesos, jardines de altos pinos y sinuosas carreteras con ramales muertos. Los pisos se encabalgaban unos en otros y a ratos competían en altura compartiendo fachadas, pero no azoteas, a modo de dientes de corona. Crecía lentamente al norte de Madrid, entre el Barrio del Pilar y Puerta de Hierro, al norte de la Dehesa de la Villa, en las inmediaciones de Peña. Era una ciudad tomada por los niños, propicia a asalto de un flautista, que se asemejaba a todas horas a un patio de recreo sin muros y así nada impedía explorar a aquellos los eriales y senderos de ovejas que la circundaban y servían de aparcamiento.

Visitando sus rincones, recorriendo los laberintos que conducían a ellos, podía uno encontrar, cerca del colegio Lepanto, la tienda de El Pastelero Loco, que así era conocido el propietario por la gente menuda. Y le dieron este nombre porque en la pastelería que regentaba se despachaban productos que nada tenían que ver con el horno, si es que lo había, y realmente sostenían el negocio. Era un tipo delgado y moreno, de aspecto febril y gesto desconfiado. Despachaba rápido a los menudos y vigilaba atento la posible desaparición de golosinas y pasteles. Atendía a una notable parroquia. Aquel hombre siempre traía novedades atractivas, tal vez de Hamelin, para sus incondicionales clientes. 

Yo no lo frecuentaba, porque caía lejos de mi plazoleta, salvo en ocasiones inevitables, como el día en que vendió miles de pistolas de agua y nos puso a todos empapados de ilusión. Eran pequeñas armas de plástico, de color azul, que cabían en un puño y lanzaban su carga más lejos que las jeringuillas. Las cargábamos en los charcos de las bocas de riego o en casa de cada cual, tras subir para volver a bajar a trompicones las escaleras, a riesgo de rompernos la crisma, y poder así seguir la guerra mojada. Algún que otro las cargó de líquidos inconfesables, por no perder la oportunidad de vencer al enemigo.

Al Pastelero Loco debieron arruinarlo los negocios de todo a veinte duros y el descenso de la natalidad en el barrio, que con los años perdió su verdadera riqueza, lo que le daba tanta vida.



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