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jueves, 16 de marzo de 2023

Ya está aquí el pájaro

Reunieron a soldados y aspirantes en la explanada, vestidos de bonito, las galas de los acontecimientos importantes. Se habían tirado toda la mañana haciendo instrucción, recorriendo el perímetro del cuartel unas veces al norte y otras al sur, al este y al oeste, sin pausa, sin conseguir satisfacer al sargento, que siempre ponía peros, para recibir a un alto mando que venía a hacer una visita al campamento, el motivo no era asunto suyo. Paso, y sonaba un estruendo. Paso otra vez, y de nuevo el patadón sobre la tierra o el asfalto, monótono y apagado como los uniformes caqui. Así pasaban los minutos que se hacían horas. Y el bocata de salchichón del desayuno pugnaba por salir a la luz, con éxito en ocasiones y acompañado del café con leche condensada en otras.

La banda de música afinaba sus instrumentos delante de la tarima, los de viento se tiraban pedos. La tropa permanecía en su sitio asignado en posición de descanso, pero sin romper las filas, al sol. Los jóvenes mantenían el tipo sin poder aflojarse el nudo de la corbata o menear la boina, apoyándose alternativamente en un pie u otro, enfundados en zapatos inmisericordes, negros como cucarachas.

Se levantó una ligera brisa y las banderas hondearon sin mucho entusiasmo. Los pájaros volaban indiferentes, describiendo curvas sin destino preciso, con intención de confundir a los augures que ya no existían. Un perro sin raza ni dueño cruzaba las pistas a paso ligero, ajeno a las reales ordenanzas.

La trompeta llamó al orden, como el despertador traicionero. Un espasmo eléctrico sacudió a los atentos. El coche oficial con el mando a bordo, escoltado por las motocicletas de la PM, había franqueado las garitas de la puerta principal. Su aparición era inminente.

Los suboficiales dieron las órdenes precisas, sin amenazar ni blasfemar como acostumbraban. Las compañías taconearon al unísono para adoptar la posición de firmes.  A otro gruñido presentaron armas.

Los oficiales salieron de las sombras y encabezaron a las compañías, sosteniendo el sable, que brillaba sin pedir permiso.

El teniente músico puso orden entre los suyos con la batuta, igual que si manejase un florete. A continuación, levantó los brazos, a modo de banderillero, mientras oteaba con el rabillo del ojo el horizonte, donde se alzaban las tiendas de campaña y al otro lado los barracones. Un reflejo le hizo despertar de su empeño y a un ademán enérgico hizo sonar la orquesta.

El vehículo oscuro se aproximaba lentamente, guiado por la marcha de infantes, que daba esplendor y ritmo al periplo.

El pájaro, el pájaro, ya está aquí el pájaro, delataba la armonía de sonidos.

Ya está aquí el pájaro, ya está aquí el pájaro, tarareaban todos los presentes sin abrir la boca, pero masticando la melodía y conteniendo la risa nerviosa de aquellos que se saben en peligro por burlones.

Los fusiles pesaban, más que un cañón, y algunos rezaban porque el conductor de la jaula pisase el acelerador y dejase al pájaro libre cuanto antes. 

El sudor resbalaba por los cogotes pelados y rodeaba las orejas, para humedecer el cuello de las camisas primero y la cintura de los pantalones después, tras recorrer la columna en cataratas.

Se detuvo el automóvil a la altura del entarimado y sus banderas de pega permanecieron tiesas, como las ruedas pegadas al firme. Un cabo corrió a abrirle la portezuela y, tras él, unos gerifaltes enguantados a recibir al colega.

Para admiración de todos, del coche salió un almirante, blanco como los polvos de talco o el caballo de Santiago.

Pérez Barba, uno de los aspirantes, no pudo contenerse y exclamó:

- No es un pájaro, no es un pájaro, es un palomo.

Estalló la carcajada, las filas se tambalearon, el capitán llamó al orden, quería la cabeza del responsable. Su seriedad y el color del rostro lo delataron.

- Luego hablamos – amenazó por lo bajo al espontáneo.

- De esta no sales – le dijo uno de la sección.

El palomo, lejos de la explosión, no había oído la guasa y seguía a lo suyo, estrechando manos y buscando el momento y el sitio para iniciar el paseíllo de rigor, y cabecear frente a la bandera.

Recorrió la esplanada, subió a la tarima, dio su discurso, vivas a España y al caudillo, y aguardó al desfile en su honor, que se ve que era lo que más le gustaba. Al amparo de un toldo de colores nacionales puso todos los sentidos en la danza guerrera que se avecinaba.

- Vamos a desfilar de puta madre, para que no te arresten – acordaron los compañeros, a sabiendas de lo mal que lo hacían, pero con fe en el propósito.

A una, y como sólo pasa en el cine, en perfecta formación, impertérritos y mecánicos, con la precisión de un reloj suizo, se cruzaron con el almirante como si en ello les fuese la vida.

No se esperaba el palomo tal marcialidad en el andar, ese orden de brazos y piernas al unísono, tal equilibrio de fuerza y distinción, algo inimaginable en aquella masa de torpes estudiantes que buscaban el escaqueo en una mili a plazos durante los veranos.

Admirado, por no decir entusiasmado, cuando la tropa terminó su parada, felicitó efusivamente a los mandos responsables de aquella compañía que señalaba con el dedo por la preparación y disciplina de la que habían hecho gala.

Acabado el evento, vuelto el pájaro a su nido, el capitán se reunió con el travieso y, en lugar de castigarle, agradeció a él y sus compañeros, con lágrimas en los ojos, la gloria que le habían regalado.

Cosas de la mili de antaño.



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