Contaba una Horacio en la que plantaron una estatua de Príapo en el Esquilino, para espantar a pájaros y ratones, y también ladrones, del jardín. Este había sido construido sobre un antiguo cementerio para gente humilde y a él acudían las brujas por las noches para llevarse huesos útiles en sus pócimas y brebajes. La estatua de Príapo era de madera y pintada a conciencia para que el dios pareciese de carne y hueso. Armado de una enorme verga, signo de buena suerte, inició su misión la misma noche en que acudieron las nigromantas a hacer de las suyas. Eran estas mujeres feas y tramposas, pues una llevaba peluca, la otra dientes postizos, aquella pechos de trapo y, en fin, una tras otra, cada cual, vestía una mentira. Se despertó el dios al asalto de las tumbas y, no se sabe si por miedo o hacerse el gracioso, soltó un pedo tan ruidoso que las puso a todas en fuga.
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