Don Miguel Primo de Rivera frecuentaba una prostituta, a la que los mentideros hacían su amante y era conocida entre los cocainómanos por el sobrenombre de la Caoba.
La Caoba calentaba al general y recorría con pie firme la Gran Vía, sembrando de suspiros, requiebros, envidias y leyendas el suelo que pisaba.
A la Caoba la enchironaron un día por dedicarse a la venta de opiáceos a los señoritos en la noche madrileña, que se veía de colores.
El dictador para devolverla a la calle no tuvo más que destituir al juez que la metió entre rejas y al presidente del Tribunal Supremo por permitir esas cosas.
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