
Pepe Castro hizo la mili de volunta en Melilla, en las GOE. De allí se lo llevaron a Afganistán cuando el hércules en el que viajaba iba pa Irak. Un día los talibanes le hicieron prisionero y le operaron de fimosis. El ministro Bono medió en el asunto y lo dejaron libre, pero ya era tarde, perdió el prepucio y parte del capullo en el tira y afloja. Entonces lo licenciaron y lo pusieron en la calle, con la bandera de España, y una medallita de la Virgen del Consuelo, enrollada al pito. Se busco curro como segurata porque era licenciado, en armas, y le gustaban mucho las películas del Chuck Norris cuando hacía de guarda. Lo contrató un ruso que se había enriquecido vendiendo adosados con ático sin piscina en la carretera de Motril la Herradura, pa vigilarle las mujeres que se trajinaba en una mansión de Marbella y luego vendía baratas a los viajantes o alquilaba a los estudiantes. Al Pepe le parecía que la vida le sonreía, la paga era buena y Yuri, el perro del ruso, le estaba cogiendo afecto; pero él era hombre de acción y aquel sosiego como que le deprimía. Los días se le hacían largos y allí no se asomaba nadie mas que pa folliquear. Ni un mal gesto, ni una palabra más alta que otra, ni un puñetazo a deshora, aquello era una balsa de aceite de oliva. Por eso se pasaba las tardes mirando el mar, con su metralleta en banderola, acordándose de los desiertos de arena y de los moros que le dejaron sin gabardina, con la esperanza de ver venir una patera para invitarles a entrar, que viesen que no les guardaba rencor, son cosas de la guerra, y disfrutasen de la huríes, por si no hubiese más allá como Alá promete.