Mi abuela Visi, cuando localizaba una cucaracha en la cocina, tenía por costumbre o por diversión darle pasaporte por el desagüe del fregadero. Unas veces nos avisaba y corríamos a ver al bichejo intentar escapar de los remolinos que formaba el agua del grifo buscando su salida. Mi abuela ayudaba con la mano en la distribución del líquido por si la víctima de la inundación conseguía trepar por las resbaladizas paredes. Era muy entretenido verlo sucumbir pese al esfuerzo.
Otras veces éramos nosotros los que la avisábamos con regocijo si descubríamos una en la alacena, paseándose tranquilamente entre las viandas, pues sabíamos lo que venía después. Acudía mi abuela muy serena y agarraba al bichejo con sus gruesos dedos y, aunque este protestaba en un remolino de patas, su suerte estaba echada; y terminaba patinando como loco en pugna con la corriente hasta que lo engullían las cañerías.
Cuando se producía el desenlace permanecíamos un buen rato a la expectativa con la esperanza de verlo asomar como un náufrago, hasta que nos cansábamos.
Después, por la tarde-noche, cuando salíamos de paseo, armados de un polo, nos sentábamos en un banco junto a una fuente que tenía chorros de colores, para ver salir a la cucaracha despedida hasta lo más alto del cielo, cosa que jamás sucedió, pero no por ello perdimos la ilusión de verla alguna vez, porque mi abuela sabía darle, incluso a las cosas más insignificantes, un interés muy grande.
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