A la boda de Concha Méndez y Manolo Altolaguirre, que se celebró en la madrileña basílica de Chamberí, (1932), acudieron entre otros Federico García Lorca, Luis Cernuda, Jorge Guillén, Rosa Chacel, Juan Ramón Jiménez, Edgar Neville, Rafael Martínez Nadal, Santiago Ontañón, Francisco Iglesias Brage, Pancho Cossio, Carlos Morla Lynch y numerosos estudiantes universitarios, chicos y chicas, todos incondicionales amantes del arte.
Al abrigo del nutrido grupo de invitados que esperaba en el atrio se amparó otro, inferior en número, de pillastres descalzos, greñudos y sucios, que aspiraba a obtener alguna “perrilla” del primero, dando vivas a los novios y el padrino. De cuando en cuando los concurrentes lanzaban lejos monedas de cobre para que los golfillos se alejasen, que de este modo se enfrascaban en carreras y riñas por el preciado vil metal. Pero, una vez conseguida la recompensa, en lugar de apaciguarse, retornaban con el mismo propósito y más desvergüenza si cabe por otra.
Aparecieron los novios, por cuyo enlace nadie daba un duro, y el templo se llenó de gente, sin orden ni concierto, confundiendo un altar con otro. Acudieron tantos curiosos que la nave quedó pequeña. La novia se abrió paso a manotazos. Los pedigüeños ocuparon un confesionario, luchando por hacerse con un rincón y amenazando con hacerlo volcar. Algunos de los literatos, armados de cirios, intentaron poner orden entre los espontáneos. Se gritaba, se reía. Al cura no se le escuchaba. Terminó la ceremonia y ninguno de los testigos se acordó de firmar en el registro.
A la salida, los golfillos formaron e hicieron coro:
- ¡Viva la literatura!
Y adelantaban la mano con una abierta sonrisa de mellas y luz en los ojos.
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